La mirada del centinela

Holidays

Huele a sal, el sol nos tuesta las entendederas en la orilla del mar, las toallas componen un mosaico de ilusiones húmedas, los bañistas se observan antes de poner pie en el agua, blancos como una de esas nubes que cambian de fisonomía mientras el viento sopla tras ellas. La espuma cosquillea en los dedos, las huellas permanecen unos segundos en la arena, prueba de nuestro paso efímero por el mundo. 

Días de ocio, de asueto prolongado, de opacar la memoria a los asuntos laborales. En la playa o en la montaña, más cerca del cielo. Paseos por senderos y trochas, por caminos de leyenda o cañadas repletas de boñigas secas, donde acuden legiones de mosquitos que espantas mientras tropiezas con los guijarros que alfombran el suelo. Vallas con un somier herrumbroso que hace las veces de puerta. Del otro lado, vacas de piel parduzca que nos miran sin ninguna emoción, ni molestas ni asustadas, ni tristes ni felices, su apariencia no transmite ningún sentimiento accesible al ojo humano. Simplemente, están allí, en el campo, donde siempre han estado, donde no evolucionan, donde nada cambia su condición de ganado que explota la mano del hombre, en la tierra primigenia, la que hemos convertido, en buena parte, en ciudades de asfalto, cristal y ladrillo. 

Y volvemos al mar. Olas feroces nos amenazan y arrostramos sus embestidas con valentía, en un vaivén lúdico que nos aleja del acto cotidiano, de las cuatro paredes de la oficina, de los techos catedralicios de la fábrica, de nuestro espacio de trabajo en casa, de las exigencias del jefe, de las quejas de los compañeros, ahítos de tareas por hacer. Pero ahora toca contemplar el orbe de otro modo, con la mirada limpia de un niño que se asoma a la naturaleza de las cosas. Disfrutar de esos días donde, a pesar de los trámites de ámbito familiar, uno se vacía y se renueva; se colma de sol, de libera de horarios, se deja llevar por el impulso del momento: una cerveza helada, un espeto que ensarta una hilera de sardinas, una tapa de revolconas con torreznos, una paella jugosa que deja en tu paladar el regusto de los días batidos por la luz de la felicidad. 

Ya estamos de vacaciones, disfrútenlas, no pierdan el tiempo en discusiones vanas; al menos, intenten mirar con la otra mirada; dejen descansar también los prejuicios que nos suelen acompañar; dejen en el maletero del coche la desconfianza hacia el prójimo; no lleven a la playa la inquina que carcome el alma; no hagan sitio en su viaje a esas preocupaciones a las que damos categoría de problemas; no suban la montaña con la mochila del odio, mejor hacer acopio de empatía, verán cómo desde esa otra perspectiva, la vida les parece más amable. 

Viene un olor irresistible desde el chiringuito más cercano, una fragancia que estimula nuestras papilas gustativas, antes incluso de haber saboreado las viandas que se están cocinando. Placeres gastronómicos a la orilla del mar, o en la serranía de un pueblo con encanto, el mismo que debe adornar un periodo vacacional, con la premisa sencilla de no hacer, de no cumplir tareas molestas, de quedarse tumbado porque a uno le apetece. Le apetece no ocupar su tiempo en nada concreto, en nada con nombre y apellidos, o, quizá, a lo sumo, con un nombre asociado al descanso, a la paz que prosigue al almuerzo, una palabra que nos cierra los párpados cuando el sol más aprieta y el estómago, lleno, cancela las ganas de moverse. Es la siesta, la reina del verano, dama somnolienta que nos amodorra y desconecta, nos traslada al limbo del estío, a esa esfera tan grata donde transcurren las vacaciones.