La Receta

De la hipocondría a la cibercondría

Hubo un tiempo —no tan remoto— en que el hipocondríaco clásico recorría las páginas impresas de un viejo manual de medicina doméstica con la misma devoción con la que otros hojean un catecismo. Eran días en los que los males parecían tener la dignidad de la tinta y el papel, y en los que las dolencias se descubrían en columnas estrechas, bajo grabados de anatomías improbables y a veces terribles. Y mientras tanto, el espectro de Argán, el célebre enfermo imaginario de Molière, caminaba por los escenarios del mundo enseñando con gracia que el exceso de sospechad es, en sí mismo, una enfermedad muy seria.

Hoy, en cambio, aquel paciente ha sido sustituido por una multitud acelerada que consulta sus síntomas no ya en libros polvorientos, sino en infinitos oráculos digitales. La cibercondría —ese impulso compulsivo de buscar diagnósticos sin medida— se ha convertido en la sombra moderna de la antigua hipocondría. Y si Molière levantara la cabeza, no es difícil imaginarlo redactando una nueva comedia: El Enfermo Algorítmico. 

Según estudios recientes, uno de cada cuatro españoles se autodiagnostica en Internet antes de acudir al médico. El dato, de por sí llamativo, invita a reflexionar sobre la velocidad con que la confianza en la tecnología ha sustituido a la prudencia de la consulta tradicional. Y aunque la inmediatez es, sin duda, un avance práctico, su uso en exceso produce efectos secundarios tan antiguos como el miedo a la enfermedad, que es el concepto tradicional de hipocondría. El paciente moderno, armado con su móvil, pasa de sospechar un resfriado a convencerse de padecer una rara enfermedad tropical en apenas seis clics. 

A este panorama se suman los hallazgos del estudio elaborado por los doctores Ruth Castillo-Gualda y Justo Menéndez de la Universidad Camilo José Cela, cuyos resultados muestran que la utilización compulsiva de buscadores de salud alcanza su máximo entre los más jóvenes y que los picos de consultas online se relacionen con episodios de depresión, ansiedad o malestar emocional: la búsqueda de síntomas actúa como un falso consuelo que, lejos de apaciguar, incrementa la preocupación y alimenta un círculo de inseguridad muy difícil de romper.

La ironía —siempre fiel compañera de los tiempos confusos— reside en que muchas personas no ven la inteligencia artificial como un complemento, sino como una autoridad. No faltará el día en que algún paciente llegue disculpándose por su tardanza: “Doctor, perdone usted; la IA ya me había operado, pero quería una segunda opinión humana”.

Lo novedoso no es la inquietud, sino la herramienta. Molière ilustró con maestría cómo el enfermo imaginario convierte su cuerpo en un escenario para su imaginación. Nosotros hemos dado un paso más: ahora convertimos nuestras búsquedas digitales en un laboratorio clandestino de diagnóstico casero. Y la escalada emocional es fulminante: del cosquilleo a la catástrofe, del “¿qué será esto?” al “adiós, mundo cruel”, apenas hay un par de pantallas de distancia.

Quizá por eso resulta saludable imaginar un futuro próximo —algo distópico, algo divertido— en el que el enfermo digital entre al consultorio con un dossier elaborado por su IA: historial sintético, gráficos de presuntos biomarcadores, y un plan quirúrgico preliminar. Y, tras escuchar al médico de carne y hueso, se lamente con aire resignado: “Ay, doctor, qué cabeza la mía… No debí fiarme tanto de la inteligencia artificial.”

Ese momento, si llega, tal vez sirva para recordarnos que el conocimiento sigue teniendo un componente humano irremplazable. Y que la medicina —a pesar de los avances— continúa siendo una profesión arraigada en el encuentro pausado entre dos personas: una que sufre y otra que sabe. 

Molière lo advirtió hace siglos, con humor y lucidez. Quizá hoy su mensaje vuelva a ser necesario: no hay algoritmo que cure la imaginación desbocada. Y, a veces, la mejor medicina sigue siendo escuchar al médico antes que al buscador.