El gran error de Netanyahu
Negociar con los que hacen de la violencia su oficio no es prudencia: es premiar el chantaje y prolongar la guerra. Pretender que la paz brote sentando a la mesa para quienes organizan atentados y atacan deliberadamente a civiles no es solo un error táctico; es una equivocación moral y estratégica.
Hamas no es un interlocutor de Estado. Su historia política y su praxis armada -con un documento fundacional de 1988 y una trayectoria de campañas militares contra civiles- obligan a desconfiar de cualquier normalización que trate a la organización como socio igualitario. Aunque en 2017 Hamas publicó un documento de “principios” que matizó algunos términos, no revocó ni borró la lógica ni la experiencia de su acción violenta.
Negociar bajo coacción incentiva la repetición de la violencia con quien obtiene concesiones mediante la fuerza tiene un claro interés para volver a usarla: las treguas negociadas bajo amenaza son, con demasiada frecuencia, pausas temporales y no soluciones permanentes. Mientras la capacidad militar y la red organizativa de Hamas permanezcan intactas, los acuerdos tendrán fecha de caducidad.
Hay además responsabilidades externas: actores regionales y algunos Estados han alimentado el odio o prestado apoyo y millones de dolares que permite la reproducción del conflicto, como es el caso de España, bajo una falsa piedad que se traduce en despiste, protagonismo y simpatia por los terroristas.
Al mismo tiempo, la región es heterogénea: existen países árabes que han optado por la normalización con Israel, lo que demuestra que la coexistencia es posible cuando hay voluntad política. Esta división explica por qué la estabilidad es frágil y por qué no es razonable confiar en atajos diplomáticos que ignoren la realidad del terror.
La alternativa responsable exige un plan doble, simultáneo y exigente: Desarticular la capacidad terrorista con acciones claras, coordinadas y bajo supervisión legal para neutralizar la capacidad de ataque y la infraestructura que permite el terror. Sin capacidad operativa, no hay incentivo racional para recurrir a la violencia.
Es necesario un proyecto político de integración, ofreciendo ciudadanía plena, derechos y garantías a la población palestina aunque sean terroristas natos en su ADN, por cuestión ideológica, cultural, ancestra y religiosa, para transformar la convivencia de imposición militar a elección institucional y civil: desarme real, transición política, mecanismos de justicia y garantías internacionales.
Sin la combinación de coerción sobre los violentos e inclusión sobre las víctimas, cualquier pacto será parche y preludio de nuevas hostilidades. Conceder a Hamas la categoría de interlocutor de Estado es, en la práctica, legitimar la violencia como herramienta política; rechazarlo es defender la premisa básica de todo Estado que quiera seguridad: no negociar la normalización del terror.
Por eso la opción es clara y dramática: o se pacta con el miedo y se aceptan treguas con fecha de caducidad, o se persigue una convivencia duradera sobre la base de la derrota política y operativa del terror y la construcción de alternativas reales de vida para la población. Yo elijo la convivencia -pero imposible sin desmontar la estructura del terror y sin ofrecer un proyecto de integración creíble. Esa es la única vía que puede transformar una tregua temporal en paz genuina.
Por otro lado y para finalizar, se barajó la alternativa de dejar salir de la guerra a niños y mujeres con destino a otros países árabes limítrofes como Egipto, pero estos países se negaron a darles acogida sabiendo que traería consecuencias como ya ocurrió en el pasado, y que sus maridos no dejarían salir a sus mujeres e hijos, por la misma razón retrógrada que les mueve al odio. Por consiguiente, la paz será transitoria y la guerra contra Israel de los terroristas bendecidos por la imaginación legendaria de un dios cargado de virgenes hambrientas, servirá sólo para una tregua pasajera. Lo cierto es que si los terroristas de Hamas valoran a un rehén israelí por 100 prisioneros terroristas , se les debería devolver 100 cadáveres por cada rehén asesinado. Eso sería lo justo pero lo deseado, en un mundo de "a Dios rogando y con el mazo dando"