La Receta

Genios en lo suyo, pero malos literatos

Hay en la historia de la Farmacia española dos nombres que destacan por caminos tan distintos como el pensamiento y la acción: Pedro Calvo Asensio y José Rodríguez Carracido. El primero, político y periodista de verbo ardiente; el segundo, científico y divulgador incansable. Ambos fueron farmacéuticos, ambos escribieron teatro o novela, y en ambos el impulso literario fue más un accidente de su temperamento que una vocación verdadera. Ninguno será recordado por sus versos ni por sus comedias, pero sí por haber sido, cada uno a su manera, un motor de su tiempo.

Calvo Asensio (1821-1863) nació para el combate de las ideas. Farmacéutico de formación, pronto cambió el mostrador por la tribuna y la pluma. No ejerció la profesión, pero la sirvió desde la prensa y el Parlamento. En la España convulsa del Bienio Progresista, su voz resonó al redactarse la Ley de Sanidad de 1855, aquella disposición que, bajo la mano de Mateo Seoane y con la suya, instauró la salubridad de la vida española. La salud pública se convirtió entonces en materia de Estado, y el boticario, sin ejercer, fue protagonista en uno de los capítulos más trascendentes de nuestra higiene nacional.

Político liberal, fundó El Restaurador Farmacéutico, revista profesional combativa, y el diario La Iberia, tribuna del progresismo y uno de los periódicos más importantes de su época. Fue también un poeta ocasional, autor de comedias en verso como La Estudiantina o el diablo de Salamanca, donde el humor estudiantil se mezcla con la moral de su tiempo. Aquellos versos —adustos y de colegial— no le ganaron un lugar entre los poetas, pero sí retratan la ligereza con que los hombres de acción se asoman a las musas. Galdós, que le conoció bien, le retrató en sus Episodios Nacionales con mano de amigo y juicio firme:

“Era un hombre de grande empuje para la destrucción política; para el construir hubiera sido seguramente un hombre útil... Su talento no era florido, sino adusto, genuinamente castellano. Su palabra, de secano, sin verdor ni lozanía; pero sabía, como pocos, imprimir a las ideas el germen fecundo”.  Calvo Asensio fue, un farmacéutico que “administró a su país enérgicas drogas tónicas”. No hay mejor definición.

Si la política fue su laboratorio, el periodismo fue su botica. Allí elaboró el remedio de sus contemporáneos: ideas, convicciones, arengas. Su literatura, en cambio, quedó como un eco menor, más útil para entender su carácter que para deleitarse con su arte. Fue escritor por necesidad: sus obras se estrenaban y recaudaba el dinero necesario para el periodismo o la política. En su teatro se adivina el entusiasmo del autodidacta, la voluntad pedagógica del liberal, pero no la gracia del poeta. Su obra dramática, plagada de anacronismos y moralejas, tiene hoy el valor de documento más que de arte.

José Rodríguez Carracido (1856-1921), por su parte, representa el reverso ilustrado del hombre de acción: el sabio que quiso ennoblecer el estudio. Gallego, hijo de un barbero, se hizo a sí mismo entre la pobreza y el esfuerzo. Fue catedrático de Química biológica e Historia de la Ciencia, rector de la Universidad Central, y uno de los primeros en defender la investigación científica en España. Introdujo la bioquímica y el positivismo spenceriano, y discutió sin miedo con la jerarquía eclesiástica sobre Darwin. Pero también, como tantos intelectuales de su generación, sintió la tentación literaria.

Su novela La muceta roja (1890) quiso ser “pedagógica”, una parábola sobre el mérito y el caciquismo. En ella, un joven de origen humilde asciende gracias al talento y cae por culpa del sistema político. La historia, de resonancias autobiográficas, tiene momentos de gracia costumbrista, pero se pierde en moralinas y discursos. Es, más que novela, sermón. Su obra teatral Jovellanos (1893) peca de lo mismo: argumento de hierro, palabra sin emoción. Le falta, como señaló Javier Puerto, “la palabra convertida en sentimiento”. Todo es razonamiento, todo tesis; no hay latido.

Carracido escribía para vivir, pero también para desahogarse. En el Senado llegó a confesarlo: aquellos artículos de divulgación científica que llenaban los periódicos eran el complemento a su sueldo. Sus Confesiones revelan al hombre que buscó en la escritura una válvula de escape y una forma de afirmación social. Su correspondencia muestra también el orgullo del que se sabe leído, aunque sea por cortesía. A un abogado malagueño que le alabó Jovellanos, respondió con gratitud; guardó la carta “como oro en paño”. El elogio ajeno suplía el aplauso del público que nunca tuvo.

De su vida íntima apenas se sabe, salvo lo que el gran Rafael Cansinos Assens dejó en su Novela de un literato: la célebre anécdota de Valle-Inclán alojado en casa de Carracido, que pagó su hospitalidad con “unos cuernos publicados por todo Madrid”. Aquel episodio, medio chisme, medio afrenta, retrata mejor que ninguna crítica la distancia entre el sabio y los literatos verdaderos. Valle era genio; Carracido, caballero. Y en el arte, la cortesía rara vez sustituye al fuego.

Ambos farmacéuticos —Calvo Asensio y Carracido— merecen hoy nuestro respeto por lo que fueron en su oficio y en su tiempo: un político íntegro y un científico ejemplar. Pero también merecen el juicio sereno que reserva la literatura a los intrusos benévolos. Porque si en sus versos o en sus novelas no dejaron huella duradera, en la historia de la Farmacia sí dejaron rastro indeleble. Sirvieron a la ciencia, a la patria y al progreso; no al arte, que exige entrega sin cálculo. Su fracaso literario es, al fin y al cabo, la otra cara de su éxito humano.