Freud, mejor novelista del alma que médico del cuerpo
Hay médicos cuya obra se mide por los resultados de sus tratamientos, y otros cuya trascendencia radica en la fuerza de sus palabras. Sigmund Freud pertenece, sin duda, a la segunda categoría. Es un lugar común afirmar que fue el padre del psicoanálisis, pero no lo es tanto reconocer que sus éxitos clínicos fueron, en el mejor de los casos, discutibles, y que, como médico, fracasó estrepitosamente. En cambio, como escritor de una vasta introspección del alma humana, logró una permanencia que todavía hoy provoca lecturas, adhesiones y resistencias.
El entusiasmo juvenil de Freud por la cocaína es quizá el ejemplo más notorio de sus yerros terapéuticos. La recetó como antidepresivo, como remedio contra la dependencia de la morfina e incluso como afrodisíaco. Sus resultados fueron nefastos: su amigo Ernst von Fleischl-Marxow, a quien prescribió cocaína para superar la adicción a la morfina, terminó sumido en una dependencia aún más devastadora. Freud, sin embargo, publicó con entusiasmo el supuesto éxito del tratamiento, cuando en realidad se había convertido en un desastre clínico. La posteridad ha recordado ese episodio como una de las páginas más oscuras de su carrera médica, a tal punto que un contemporáneo, el doctor Emil Erlenmeyer, llegó a acusarle de haber desatado sobre el mundo un “tercer azote” comparable al alcohol y a la morfina, no se equivocaba.
No se trató de un error aislado. En general, la praxis médica de Freud estuvo marcada por el voluntarismo y por la falta de rigor experimental. Sus investigaciones sobre la cocaína, que podrían haberle llevado al descubrimiento de sus propiedades anestésicas, -en aquellos tiempos, todavía no se habían desarrollado anestésicos locales imprescindibles en cirugía oftalmológica, y la cocaína era una magnífico anestésico local- se quedaron a medias, desviadas por la prisa y la vida personal. Otros colegas recogieron el fruto de esas intuiciones mal acabadas, mientras Freud se apresuraba a publicar escritos más teñidos de impresiones que de pruebas.
Frente a esta esterilidad en el terreno clínico, su obra escrita adquirió un relieve distinto. Giovanni Papini, con esa intuición literaria que lo caracterizaba, señaló que Freud debía ser considerado más un novelista que un psicoanalista. Y tenía razón. Lo que Freud nos legó no fue una ciencia en sentido estricto, sino una literatura de las pasiones, de los sueños y de las culpas humanas. Quien lea hoy “La interpretación de los sueños” no encontrará una demostración verificable, sino un relato monumental, un fresco donde se entrelazan símbolos, mitos y confesiones.
La vigencia de Freud no está en sus fórmulas terapéuticas, sino en su capacidad narrativa. Supo hacer de cada paciente una suerte de personaje literario, cuyas obsesiones y fantasías se leen como capítulos de una novela interminable. La pulsión sexual, el inconsciente, la represión: son categorías que no poseen el rigor de la ciencia, pero que han enriquecido la literatura, el cine, la crítica cultural y hasta la conversación cotidiana. Resulta imposible leer a Proust sin pensar en Freud, como resulta difícil ver una obra de Ingmar Bergman sin escuchar resonancias psicoanalíticas.
Conviene recordar que el psicoanálisis, como ciencia, fue descalificado por muchos estudiosos posteriores. Richard Webster lo definió sin ambages como una pseudociencia, nacida del mesianismo de Freud y de su afán de notoriedad. En otra ocasión me gustará tratar de este tema, mas cercano al “Coach” que, a la terapéutica. Ahora no es momento.
Pero ni siquiera quienes lo desmantelan conceptualmente como terapéuta pueden negar la potencia literaria de sus páginas. Freud no probó lo que afirmaba, pero escribió con la fuerza de quien se atreve a descender a los abismos.
Por eso, cuando se leen sus textos con la distancia de un siglo, lo que queda no es el médico, sino el narrador. El Freud novelista, el Freud que sin la disciplina de un laboratorio inventó personajes como Edipo, como Dora, como el Hombre de las Ratas, convertidos ya en arquetipos de la cultura contemporánea.
Es justo, pues, situar a Freud no tanto en la historia de la medicina como en la de la literatura. No fundó una ciencia, pero escribió una epopeya interior que aún se lee con fascinación. Sus fracasos clínicos pesan menos que su talento para poner palabras al misterio del alma. Y acaso esa sea la razón de su permanencia.