La mirada del centinela

Una flor en Chernobyl

En abril del próximo año, habrán pasado cuarenta años desde el desastre nuclear de Chernobyl. El reactor número cuatro se sobrecalentó tras una prueba fallida de seguridad; a partir de ahí, la radioactividad se propagó por la extinta Unión Soviética y buena parte de Europa. 

Un páramo, en eso se convirtió Chernobyl. Un lugar inhóspito, un territorio desabrido donde el frío propio de esas latitudes congeló los corazones. El mundo allí cesó, el decurso de la vida comenzó un proceso lento de oxidación. La radioactividad obligó a la evacuación de miles de personas, la región se convirtió en una bomba que esparcía radiación y ensuciaba la atmósfera. La explosión hizo de la ciudad un reducto yermo donde la vida mudó en un infierno. 

Las fatales consecuencias dejan sus secuelas en los niños nacidos con defectos congénitos y retraso mental, como si la simiente del mal hubiera echado raíces y el fruto fuera la pesadilla de una mente enfermiza. La naturaleza, siempre presta a la expansión que el hombre limita, se ha adueñado de 5.000 kilómetros cuadrados de tierras abandonadas en la denominada zona de exclusión. En esa área, el rastro de lo que fueran vidas humanas espera en vano la llegada de una primavera fértil. En una guardería, muñecas rotas sobre camas deshechas dan testimonio del violento accidente que acabó con tantas ilusiones. Hay una noria que solo da vueltas en el recuerdo del pasado. El eco de las risas se ha impregnado de una sustancia tóxica que apaga el murmullo de todas las voces. Los niños mueren acechados por cáncer de tiroides, una nueva epidemia producto de la radiación. La tormenta radiactiva, 400 veces superior a la radiactividad en Hiroshima, expulsó a más de 300.000 personas de sus casas. 

Muchas de esas personas acarrean heridas psicológicas. Las mujeres embarazadas temen dar a luz bebés enfermos. La psicosis va más allá de las partículas tóxicas que se propagan por el espacio. Los testigos del desastre van perdiendo la memoria. Les cuesta recordar que una vez hubo allí árboles y rosas. Hubo otra época donde la hierba crecía, donde la vida mostraba su grandeza y los relojes daban cuenta del paso físico del tiempo. Hasta el 26 de abril de 1986, cuando el reactor número cuatro de la central nuclear estalló, y la vida se declaró en huelga. 

La contaminación, propagada a más de 140.000 kilómetros cuadrados, alimentó el infierno radiactivo. Las llamas del reactor fueron extinguidas diez días después de la explosión. Sin embargo, la huella mortífera de Chernobyl todavía no se ha extinguido, casi cuarenta años después. Los hombres y mujeres que trabajaron para paliar los efectos del desastre sufren afecciones: cardiopatías, leucemias y varios tipos de cáncer. Se estima que las sustancias tóxicas más generalizadas, el cesio 137 y el estroncio 90, permanecerán en el ambiente durante decenios. 

Un ambiente que ha experimentado cambios en su fisonomía. Los pinos han recuperado el bosque, pero tienen un aspecto achaparrado y deforme como consecuencia de la radiactividad. Lo que configura una anomalía. También algunas personas osan repoblar el área de exclusión. Intentan recobrar el pulso a la vida que llevaban antes del accidente. La zona cero sigue siendo hostil, incompatible con la vida. Un espacio desolador donde reina el silencio. 

Quizá un día, la noria vuelva a ponerse en marcha. Los niños rían de nuevo, los corazones solo se contaminen de alegría, la suciedad del aire se torne pureza y crezcan rosas donde ahora solo brotan hierbajos radiactivos. Quizá esa foto fija en blanco y negro, inanimada, cobre color y movimiento. Quizá nazca una flor que se eleve a los cielos, hermosa como la noche minutos antes de explotar, una flor que ahuyente la tragedia y convoque a la esperanza, una flor en Chernobyl.