El exilio que empobreció la ciencia: Bolívar, Giral, Madinaveitia y Negrín
La Guerra Civil española no solo fracturó familias, instituciones y territorios. También quebró una tradición científica que, desde finales del siglo XIX, había comenzado a consolidarse en España con paciencia, esfuerzo y una mirada abierta hacia Europa. Muchos científicos se vieron forzados a tomar partido, a veces por convicción y otras por las circunstancias. Entre ellos, algunos acabaron en el exilio tras la victoria del bando nacional. A menudo, su marcha no solo supuso la pérdida de figuras relevantes, sino la interrupción de escuelas de investigación que tardaron décadas en reconstituirse. Más allá de simpatías o discrepancias, resulta innegable que la ciencia española sufrió una pérdida que no se reparó con facilidad. Cuatro nombres ilustran bien este fenómeno: Ignacio Bolívar, José Giral, Antonio Madinaveitia y Juan Negrín.
Ignacio Bolívar 1850-1944, entomólogo, fue uno de los grandes naturalistas españoles. Formado en el ambiente intelectual regeneracionista, trabajó incansablemente para modernizar los estudios de zoología en nuestro país. Fue uno de los fundadores de la Real Sociedad Española de Historia Natural y dirigió el Museo Nacional de Ciencias Naturales. Sus investigaciones sobre ortópteros – saltamontes, grillos y cigarras - fueron reconocidas internacionalmente, y formó discípulos que continuaron su labor. Sin embargo, su apoyo a la República y su identificación con los proyectos educativos e institucionales de la Institución Libre de Enseñanza lo situaron en posición inestable tras la guerra. Con más de ochenta años, tuvo que marcharse a México, donde continuó su labor científica como pudo, ya lejos de su entorno natural de trabajo. Su exilio significó la pérdida de un referente académico que hubiera podido seguir orientando el desarrollo de la biología española durante años.
José Giral 1879-1962, farmacéutico y profesor universitario, vivió de forma más directa la conexión entre ciencia y política implicándose demasiado en el bando perdedor. Fue rector de la Universidad Central de Madrid y ministro en varias ocasiones y presidente de la República en el exilio. Su labor se orientó a la modernización de la investigación pública y a la promoción del acceso a la educación superior. Su exilio a México lo llevó a retomar la docencia y la investigación, pero siempre bajo la sombra de lo que quedó atrás. Giral representaba la figura del intelectual que entendía la ciencia como pilar del progreso social. Su marcha dejó un vacío especialmente notable en el ámbito universitario, donde el relevo no siempre estuvo a la altura de su preparación o visión reformadora. Sin embargo, su hijo del mismo nombre, desarrolló una importante carrera como catedrático de química en Santiago de Compostela en la era franquista en la que la ciencia, si estaba desprovista de política, no sufrió generalmente discriminación.
Antonio Madinaveitia 1890-1974, farmacéutico, tuvo una trayectoria menos pública, pero igualmente significativa. Vinculado a la Junta para Ampliación de Estudios, formó parte del esfuerzo por conectar la investigación española con los laboratorios europeos, especialmente los alemanes. Su trabajo contribuyó al desarrollo de la química orgánica en España, un campo que apenas comenzaba a consolidarse. Su salida del país, también con destino a México, truncó proyectos que requerían continuidad y colaboración estable. Como él, muchos investigadores jóvenes quedaron desconectados de sus maestros, y la disciplina sufrió un retroceso que requirió varias generaciones para recuperarse.
Juan Negrín 1892-1956, médico y fisiólogo, es probablemente el personaje más asociado a la política activa. Sin embargo, antes de ocupar cargos gubernamentales, fue uno de los pilares de la fisiología moderna en España. Formado en Alemania, organizó laboratorios, atrajo talento extranjero y defendió la necesidad de financiar seriamente la investigación. Bajo su dirección se impulsaron técnicas experimentales avanzadas en la Universidad de Madrid. Su dedicación a la causa republicana y su liderazgo en los años finales de la guerra lo convirtieron en figura necesariamente polémica y sin posibilidades de retorno. Pero incluso quienes discrepan de su actuación política reconocen que su marcha representó una ruptura abrupta con el proyecto científico que él mismo había impulsado.
Estas historias, aunque distintas, convergen en una enseñanza común: cuando la política se impone sobre la vida intelectual, la ciencia sale perdiendo. No solo perdieron quienes tuvieron que exiliarse, arrancados de sus laboratorios, su entorno y sus redes académicas. También perdió la España que quedó, obligada a reorganizar su sistema científico apresuradamente, a menudo recurriendo a figuras con méritos menos brillantes, promovidas por afinidad ideológica o incluso religiosa, más que por excelencia profesional. Las consecuencias fueron devastadoras: proyectos inconclusos, generaciones desorientadas y una ralentización evidente en el desarrollo de la investigación.
Quizá la reflexión más lógica sea recordar que la ciencia progresa mejor cuando se desarrolla lejos de las contiendas políticas y se respeta el valor de la continuidad institucional. La historia de estos científicos ‘tocados’ por la política es un recordatorio de lo que puede perderse cuando la ideología se impone sobre la labor silenciosa y constante del conocimiento.