Diego Torres Villarroel: el médico que acertaba solo en la pluma
Diego Torres Villarroel fue muchas cosas: astrólogo de moda, escritor con éxito asombroso, matemático a ratos y sacerdote tardío. También fue médico, aunque más bien un médico porfiado en defender tesis que ya en su siglo XVIII sonaban a eco remoto de edades más oscuras. Si sus ‘Almanaques’ hicieron las delicias del público y engordaron su bolsillo, - mucho más que los de la mayor parte de sus coetáneos - su doctrina sanitaria dejó mucho que desear.
Nacido en Salamanca en 1694, hijo de librero y nieto de boticario, su vida empezó ya con un pie en los libros y otro en la calle. Estudió en el Colegio Trilingüe y vivió la intensa vida estudiantil de la época, llena de travesuras que él mismo relata con la gracia de un pícaro consagrado. Su carrera académica, sin embargo, le llevó pronto a algo más serio: en 1718 solicitó el puesto de sustituto en la cátedra de Matemáticas de la Universidad salmantina. Y lo consiguió. Pero Torres no era hombre de quedarse quieto: marchó a la corte, se empapó del bullicio madrileño y regresó después para continuar una vida profesional que nunca dejó de ser nómada ni intelectual ni vitalmente
En medio de ese ir y venir, estudió Medicina y se graduó en Ávila. En plena primera Ilustración, cuando empezaban a asentarse entre los médicos europeos la anatomía de Vesalio y la circulación de Harvey, Torres consideraba más prudente regresar a Hipócrates y Galeno y desdeñar cualquier modernidad sospechosa. Acusaba a sus contemporáneos de enredarse con términos como “ácido”, “sólido” o “sulfuro”, que a él le sonaban a modas pasajeras —cuando en realidad la fisiología y la química empezaban a hacer su revolución silenciosa—, y defendía teorías que ya estaban siendo archivadas por anticuadas
Su talante médico, más moralizante que científico, se dejaba ver en críticas acerbas contra boticarios y colegas. Al igual que su admirado Quevedo, no perdía ocasión de señalar la codicia y el desorden de las boticas, aunque lo hacía sin llegar a la profundidad satírica del maestro. Sin embargo, su visión no siempre acertaba: al centrarse tanto en vicios personales, perdía de vista el auténtico problema, que no era moral sino científico. La medicina simplemente no tenía aún herramientas eficaces —y él, desde luego, no se las iba a proporcionar
Pese a ello, su vehemencia crítica nos deja pasajes deliciosos. En sus “Visiones y visitas de Don Francisco de Quevedo” retrata a médicos y boticarios con el desparpajo de quien ha ejercido la profesión y a la vez se ríe de ella. Nadie ha descrito con tanta gracia la mezcla de oficio, picardía y supervivencia que marcaba la vida de aquellos antiguos servidores de la salud
Por eso, aunque sus diagnósticos no sirvan hoy para curar ni un resfriado, su obra sigue siendo imprescindible: en ella late el pulso real de una época. Y a través de sus excesos, sus errores y su pluma, tan viva, podemos comprender mejor la sociedad, las preocupaciones y las costumbres sanitarias del siglo que le tocó vivir. Una época que, gracias a él, respira ante nuestros ojos con más verdad que en muchos tratados de historia.