Cowboy de medianoche
Donald Trump se levantó el sábado pasado y, tras tomar un café arábigo cargado y mirar el horizonte desde su escritorio del despacho oval, cambió su traje y su gorra por unos tejanos, una camisa a cuadros, un chaleco de cuero y un sombrero de ala ancha. Y, así, a guisa de cowboy, decidió que era el momento adecuado para ajustar cuentas con el forajido de turno; esto es, con Irán y el régimen de los ayatolás.
El revólver que guarda en un cajón de su escritorio -el que pensaba utilizar si persistían las ínfulas políticas de Elon Musk- le recordó que un arma bien empleada es un seguro de vida. Entonces, acariciando la empuñadura lacada del colt, imaginó a sus bombarderos sobrevolando el mundo en dirección a Oriente Medio. Pegó un tiro en el techo, sobre sus cabellos de ámbar, y agarró el teléfono con la furia de un huracán. Trasladó a sus muchachos las órdenes precisas y la operación “Martillo de medianoche” se puso en marcha.
Tras dieciocho horas de vuelo, los bombarderos B2 Spirit sobrevolaron el espacio aéreo de Irán y lanzaron sus bombas antibúnker. No son bombas cualesquiera, se trata de bombas perforadoras de casi 14.000 kilos que impactaron en Fordow, Natanz e Isfahán, las tres instalaciones nucleares principales del país, toda una exhibición de poderío militar. Ahora se trata de esperar la reacción del forajido, qué respuesta darán los ayatolás, principales patrocinadores del terrorismo a nivel mundial.
El pacificador ha cambiado de estrategia. El sheriff del planeta ha decidido bruñir su placa para que brille más allá del Atlántico. Una prueba de fuerza que debe causar pavor a sus enemigos. Por de pronto, el líder supremo de Irán, Alí Jamenei, se encuentra escondido en su búnker. El martillo que sacude Trump sobre su cabeza le aboca a una posición incómoda. Su régimen lleva más de cuatro décadas coartando las libertades de su pueblo y es una amenaza para el resto del mundo.
Trump es un hombre de mecha corta y armamento de largo alcance, combinación ésta que deja a la humanidad en un ay, Los europeos visionamos el derrotero bélico sentados en nuestros sillones, como el que ve una serie en Netflix, pero sabiendo que, si las cosas se tuercen, la ficción será una realidad que venga cargada de bombas. Europa es el convidado de piedra en una fiesta que bien podría saltar por los aires a poco que los forajidos se unan para hacer frente al sheriff. Una fiesta triste donde la orquesta suena a ruido de bombarderos y ecos de ruina, y en la pista de baile solo danzan los fantasmas de guerras pasadas.
El pistolero norteamericano Trump, justiciero a tiempo completo, debe medir muy bien los movimientos que dará a partir de ahora. Se ha metido de lleno en el avispero de Oriente Medio. La venganza iraní puede resultar terrible. Sin entrar en pérdidas humanas, Irán amaga con cerrar el Estrecho de Ormuz, por el que pasa el 20% del petróleo mundial, lo que podría disparar su precio. Un mal menor, comparado con lo que nos espera si los Ayatolás osan desafiar al nuevo John Wayne de piel naranja. Un duelo a bombas para una película en la que, hasta los figurantes, estamos en peligro.