Las cinco y sin comer
Ayer, en la comparecencia del presidente Sánchez, vimos a un hombre demacrado, maquillado para provocar lástima. Su cara es un emplasto de maldad y desvergüenza, una máscara que gusta de lucir para engañar a los pocos que todavía no se han percatado de su pérfido carácter.
A Pedro Sánchez solo le preocupa que, a las cinco de la tarde, todavía no ha comido. Le preocupa que no haya comido él, no los periodistas que esperan su rueda de prensa. Este detalle no es cosa menor, denota a las claras el fondo del personaje, un tipo que solo mira su ombligo. La vanidad inabarcable del presidente del Gobierno no le permite empatizar con nadie. El señorito no ha comido, eso es lo único que importa. Qué más dan los casos de corrupción que se le amontonan en su alcoba de Moncloa, lo relevante es que el señorito no ha probado bocado y ya son las cinco de la tarde.
Ahí radica el mal de la sociedad española, que pasa mucha hambre de buenas políticas. Los españoles tenemos hambre canina de buen gobierno, de limpieza y transparencia del funcionariado, de honradez en el ejercicio de la función pública. La pregunta es: ¿de qué tiene hambre Sánchez? La respuesta es simple, Pedro Sánchez tiene hambre de poder. El poder le erotiza, le subyuga, le convierte en un ser superior, casi místico, con su maquillaje de dios olímpico, un apolo venido a menos que necesita hacerse la víctima para que las víctimas reales, es decir, el pueblo, no se ceben con él. Pobre chico, rodeado de corrupción sin saberlo. Todos sus colaboradores íntimos son corruptos, su partido está podrido, pero él, Pedro Sánchez, es inocente y pasa hambre.
El maquillaje y el hambre le presentan en sociedad como un indio, un piel roja a quien el general Custer se empeña en desterrar. Sin embargo, el indio Sánchez, como los Lakotas de Montana en la batalla de Bighorn, vence al Séptimo de Caballería. Se erige en un Caballo Loco redivivo. Un jefe indio que corta las cabelleras de sus compañeros corruptos y cose con ellas un telón que impida ver la realidad. Deja un rastro de cadáveres políticos por donde pasa, es el Atila
que siega la mala hierba a su alrededor mientras su tronco de maldad no para de crecer. No es el árbol del bien y del mal, es tan solo el mal lo que anida en sus ramas. El presidente Sánchez nos empuja fuera de nuestro particular Jardín del Edén. Prefiere vernos penar por su mal gobierno, sufrir la calamidad moral de tenerlo que aguantar hasta el final de la legislatura.
La coyuntura política no admite ninguna moción. La única propuesta admisible es la del rechazo unánime de los ciudadanos; aunque, tampoco eso se da. La indignidad de muchos hace prevalecer la corrupción por encima de la alternancia. Los apesebrados del régimen continúan defendiendo lo indefendible y ponen paños calientes a la perversión del Gobierno. Y lo peor de todo es que Pedro Sánchez, ayer, a las cinco de la tarde todavía no había comido. No es justo que el presidente pase hambre. Su aspecto macilento me preocupa, acaso sea que la corrupción lo esté devorando por dentro. No tenemos derecho a criticar; después de todo, los españoles comemos todos los días, menú diario de corrupción del Estado. Tanta corrupción comemos que ya tenemos empacho.