Plano secuencia

Díptico de la nada: Ceros en papel arrugado

«Eres un cero». Una. Dos. Tres palabras. «No vales nada». Una. Dos. Tres palabras. «Eres una nulidad». Una. Dos. Tres palabras. El profesor te insulta, como el bufón del shakespeariano rey Lear («Pero ahora eres un cero pelado»). Y entre aquellas paredes de aula, cada una de esas palabras la sientes re-pe-ti-da y re-pe-ti-da y re-pe-ti-da, como un vergonzante eco. Ninguna deja de retumbar. Eres. Bum. Un. Bum. Cero. Bum. No. Bum. Vales. Bum. Nada. Bum. Eres. Bum. Una. Bum. Nulidad. Bum. Entonces, al salir de la escuela, y con un fuego de coraje, decides dotar de luz positiva a esa cifra nefasta, señalada con rojo en los diez ejercicios de tu folio. No sabes cómo, pero determinas vivirla con un valor… «Tengo fe en ser fuerte. / Dame, aire manco, dame ir / galoneándome de ceros  a la izquierda», escribe César Vallejo en Trilce (1922). … Porque necesitas salir victorioso en tu batalla íntima contra un sentimiento de inferioridad. «El cero derrotó a todos los que se le opusieron y la humanidad nunca pudo encajarlo en alguna de sus filosofías; en cambio, terminó dando forma a la idea que los hombres tienen del universo y de la divinidad», señala Charles Seife en su Zero. The Biography of a Dangerous Idea (2000) (y sin olvidar en 1999 a Robert Kaplan y su The Nothing that is. A Natural History of Zero). Te urge trazar el famoso número con un lapicero de optimismo. Y, por ello, con voluntad tenaz, comienzas a construirte. Te acusan de ser un cero, una nada, una nulidad; pero tú ya empiezas a pensar que no es lo mismo la falta de 0 en 15 que el 0 presente en 105 o que el 0 en 150. Te califican como un cero; sin embargo, descubres día a día que ese dígito no es nada, que resulta falso que no sirva para nada. Y poco a poco te das cuenta del grandísimo poder de la nulidad para ordenar cosmos, para otorgar valores, para ser relevante en los universos artísticos, filosóficos, matemáticos y religiosos.

Nuestro protagonista numérico apareció en Babilonia en torno al siglo III a. C. Y según conocemos su empleo hoy, lo encontramos en Mesoamérica. «¿Sabían que ni los griegos ni los romanos eran capaces de usar el concepto de cero? Fueron sus ancestros, los mayas, quienes contemplaron el cero antes que nadie. La ausencia de valor. Es cierto. Ustedes tienen matemáticas en la sangre», dice Jaime Escalante a sus alumnos en Con ganas de triunfar (Ramón Menéndez, 1988). Y, así, viendo por primera vez el largometraje, te sientes mejor; sin embargo, necesitas más ánimos y más tiempo. Y con el tiempo, ya hecho un joven adulto, compruebas que ese cero o esa nada o esa nulidad hasta pueden tener belleza. Y lo descubres con las obras de Edward Hopper, tan llenas de compañías de soledad o de silencios que se reivindican en territorios de vacíos; y lo mismo, igualmente, con las pinturas de José Manuel Ballester, que reinterpreta cuadros clásicos a los que despoja de sus figuras. O con los espacios en Crónica de una relación pasajera (Emmanuel Mouret, 2022), lugares finalmente mudos que antes fueron marco para los amores de los personajes principales de la película. Una importancia, la de los sitios sin importancia aparente, que subraya la entidad de lo vacuo en la coordinación, el funcionamiento y la secuencia de mundos básicos. Y si no, que se lo pregunten a Piet Mondrian y su Cuadro I (1921), donde el blanco, como cero, sirve para situar a los colores titulares, o que se lo recuerden a Jorge Oteiza con su Construcción vacía (1957), escultura en la que el artista origina su obra de una nada que es nada para alcanzar una Nada que se transforma en un Todo. ¿Y cómo describir tu pequeño gozo al conocer la cotización que puede alcanzar la nulidad, atendiendo a la pintura suprematista de Cuadrado negro, de Kazimir Malevich, un simple cuadrado pintado en 1915 con negro sobre un fondo blanco, que también tiene forma cuadrada? ¿O cómo imaginar tu sonrisa ante el precio dado a la extravagancia provocadora de Salvatore Garau, que en 2021 vendió la escultura invisible «Yo soy»? Por eso, esa tarde, cuando ordenando tu habitación topas con una carpeta azul llenita de trabajos de escolaridad y te aparece aquel papel y sus diez ejercicios acompañados de un rojo cero, te animas a ver con gran gusto La increíble historia del hombre menguante (Jack Arnold, 1957). «Y yo tenía un significado. Sí, yo, el más pequeño entre los pequeños, también tenía un significado. Para Dios el cero no existe. Yo sigo existiendo». Y al acabar el visionado del filme, consideras más que asumidos tus límites. En tal preciso instante tienes la sensación definitiva de que tu fórmula ha sido una brújula mágica, que has sabido tensionar tus capacidades cardinales hacia un norte de vida. Ahora, aquel recuerdo de infancia te parece un episodio sin guarismo trágico. Y tomas aquel folio… y lo arrugas. Y, de pronto, te ves transformado en D’Hubert ante su vencido oponente Feraud en Los duelistas: «Simplemente, te declaro muerto» (Ridley Scott, 1977). Y miras hacia el cubo de basura… y tiras el papel. Todo, para hacerlo nada. Y, al momento, te vas a disfrutar con la pieza musical 4 minutos y treinta y tres segundos (John Cage, 1952).