Botica hilarante
La historia de la farmacia, lejos de ser una disciplina árida y académica, está llena de episodios que hoy nos parecen divertidos, cuando no directamente disparatados. El profesor Juan Esteva Sagrera, en la obra colectiva ‘El herbario de Gutenberg’, recoge con un estilo entre la erudición y la sonrisa un anecdotario de medicamentos que revela cómo, a falta de ciencia, la imaginación humana ha sabido llenar los huecos de la necesidad de curar.
Un ejemplo inolvidable lo ofrece el filósofo mallorquín Ramón Llull, quien se extrañaba de que los enfermos quisieran curarse, siendo así que en esa condición “pecaban menos y tenían más probabilidades de ganar el cielo”. Una observación que mezcla humor, lógica medieval y un cierto sarcasmo religioso, y que bien podría figurar en cualquier antología de ocurrencias médicas.
El caso de la triaca es igualmente paradigmático. Este preparado, en sus inicios destinado a combatir las mordeduras de serpiente, llegó a tener más de un centenar de ingredientes y se convirtió en un verdadero “curalotodo” medieval. Su base estaba en las víboras hembra no preñadas, que debían ser capturadas por cazadores desnudos –nadie sabe bien por qué– y depositadas en vino, ya que se las consideraba propensas a la embriaguez. Y aunque no curase nada, enriqueció a boticarios y dio prestigio a la profesión, convirtiéndose además en un eficaz modo de reducir la población de serpientes venenosas.
Otra de las estrellas de este inventario delirante es la mandrágora, una planta cuyas raíces recuerdan vagamente a la forma humana. De ahí se dedujo que podía curar todas las enfermedades, distinguiéndose incluso entre ejemplares macho y hembra. Su recolección estaba rodeada de un aura mágica y peligrosa: se creía que quien la arrancase enloquecería al escuchar sus gritos mortales. Para evitarlo, los manuales recomendaban dejar que un perro lo hiciera, mientras el dueño se tapaba los oídos. El propio Maquiavelo ironizó sobre sus supuestas virtudes afrodisíacas en su única comedia, La mandrágora.
No menos extravagante resulta la confianza en el cuerno de unicornio, afrodisíaco por excelencia. El pequeño detalle de que el unicornio nunca haya existido no fue obstáculo para que durante siglos se vendieran astas de rinoceronte o de narval a precios desorbitados, bajo el encantador engaño de pertenecer a aquel ser fabuloso. Algo parecido sucedía con la llamada tierra sellada, simples bolas de arcilla con un sello oficial de procedencia, cuyo valor estaba en la marca y no en la sustancia.
Más asombroso aún es el ungüento contra las heridas de espada de Paracelso, elaborado no para aplicarlo sobre la carne del herido, sino sobre la propia espada que lo había causado. El razonamiento era impecable en su lógica mágica: si se curaba la causa –el arma– se curarían automáticamente las consecuencias.
El coleccionismo morboso también encontró su lugar en las boticas. Tras el redescubrimiento de las momias egipcias, se creyó que la carne de momia poseía virtudes medicinales, y durante siglos se vendió, auténtica o falsificada, como remedio. Incluso hoy, según recuerda Esteva Sagrera, aún se consume en algunos países. Otro producto insólito era la piedra bezoar, concreción calcárea hallada en los estómagos de rumiantes, que los reyes guardaban como joyas y antídotos universales. El cirujano Ambrosio Paré se atrevió a hacer un “ensayo clínico” con un reo condenado a muerte: le administró veneno, le dio piedra bezoar… y el hombre murió. Con esa contundencia concluyó que no servía para nada.
Y qué decir de los cocodrilos disecados que colgaban de los techos de las boticas, símbolo de protección y medicina. Debían ser machos vírgenes, y para comprobarlo se colocaba oro en sus testículos: si no se estropeaba, el reptil era casto. Estos cocodrilos, garantía de pureza, se empleaban contra la impotencia, la vejez y hasta las cataratas.
En este repaso hilarante, erudito y jocoso, que nos brinda Juan Esteva Sagrera, recuerda que la farmacia es también hija de la imaginación humana. Y que, aunque hoy nos apoyemos en la ciencia, conviene no olvidar que la esperanza, el deseo de curarse y hasta el ingenio para inventar remedios imposibles, y monetizarlos como se dice ahora, han acompañado siempre al hombre en su lucha contra la enfermedad.