Batalla Cultural en la Diplomacia
Vivimos tiempos de inflexión. Las instituciones tradicionales, moldeadas por siglos de historia diplomática y legitimadas por usos, costumbres y jerarquías burocráticas, se enfrentan a una crisis de sentido. La diplomacia, que alguna vez fue instrumento de conciliación entre Estados y símbolo de refinamiento estatal, hoy es, en muchos casos, una herramienta obsoleta, burocrática y parasitaria. Más aún, en países como la Argentina, se ha transformado en un bastión de privilegios corporativos y en un reflejo externo de una estructura estatal hipertrofiada, funcional al estatismo, al asistencialismo y al mito del Estado benefactor.
Pero la transformación que hoy vivimos no se limita a una dimensión administrativa o presupuestaria. La verdadera discusión de fondo es ideológica. Lo que se debate en este momento es el tipo de diplomacia que debe ejercer una Nación que elige abrazar la libertad. Y si el Estado ha de ser reducido a su mínima expresión, limitado a proteger la vida, la libertad y la propiedad, también su proyección internacional debe responder a ese mismo principio rector.
En este contexto, la diplomacia no puede mantenerse ajena a la batalla cultural que estamos librando. Una batalla que no es metafórica, sino concreta, medible y urgente. La diplomacia argentina, así como las embajadas, consulados y organismos multilaterales, deben dejar de ser instrumentos de representación protocolar o de validación de consensos socialistas internacionales, y pasar a ser herramientas activas de promoción de un nuevo paradigma: el de la libertad individual, la economía de mercado y el orden espontáneo frente a la ingeniería social del colectivismo globalista.
La diplomacia tradicional: privilegios, casta y simulacro
Durante mi experiencia como diplomático, he sido testigo privilegiado de los mecanismos internos del Servicio Exterior. Lo que se presenta como un cuerpo profesional preparado y meritocrático, se ha convertido en una aristocracia cerrada, desconectada del verdadero interés nacional. Este cuerpo diplomático de carrera, amparado en normativas heredadas de otras épocas, sostiene prebendas impensables para cualquier trabajador argentino: sueldos en dólares, viviendas pagadas por el Estado, choferes, servicio doméstico, privilegios impositivos y jubilaciones especiales.
La paradoja es evidente: diplomáticos que se autodefinen como servidores públicos, pero que viven como nobles ilustrados, muchos de ellos defendiendo causas que atentan contra la libertad, desde el feminismo radical hasta el ambientalismo intervencionista, y que repiten con orgullo las agendas de organismos multilaterales cuyo presupuesto también pagan los argentinos que luchan cada mes para pagar sus impuestos.
Esa casta se resiste a toda modernización. Se opone, por ejemplo, a la “diplomacia ambulante” o al teletrabajo diplomático, aun cuando las tecnologías permiten operar con eficiencia desde Buenos Aires sin necesidad de mantener embajadas con personal ocioso en capitales donde la presencia permanente no se justifica. La cultura del privilegio está tan arraigada que se ha construido sobre sí misma una retórica: la tradición. Pero una tradición que cuesta millones de dólares al año no es más que un disfraz elegante para justificar el despilfarro.
Una diplomacia libertaria es posible y necesaria
Desde el pensamiento libertario y la economía austríaca, sabemos que los recursos deben estar en manos de los ciudadanos, no del Estado. Por ende, una diplomacia funcional a la libertad debe responder al principio de eficiencia, especialización y responsabilidad fiscal. Por ejemplo, las funciones comerciales y de promoción de exportaciones pueden ser ejecutadas por cámaras de comercio binacionales o por la Agencia Argentina de Inversiones y Comercio Internacional (AAICI), entidades privadas o semiprivadas que funcionan con lógica empresarial. ¿Por qué entonces mantener un cuerpo diplomático que duplica esas funciones a un costo exponencial?
Una política exterior moderna y libertaria debe promover un modelo mixto, donde el Estado se limite a funciones mínimas —representación política, firma de tratados, protección consular de emergencia— y delegue el resto en organizaciones privadas más ágiles, más competitivas y sensibles a las verdaderas demandas del comercio internacional.
Además, en el mundo digital, los consulados pueden operar en red, gestionar trámites online, ofrecer servicios en remoto y asistir a ciudadanos sin necesidad de estructuras físicas costosas ni personal diplomático de carrera. Lo que antes era una necesidad —la presencia física permanente en un territorio— hoy es un lujo innecesario que empobrece al contribuyente sin retorno alguno.
Milei y la recuperación del sentido de misión
El presidente Javier Milei, en su reciente discurso ante CPAC, ha puesto en palabras lo que muchos veníamos sosteniendo hace años desde adentro del sistema. La política no puede ser entendida solo como gestión ni la diplomacia como una técnica neutral: ambas son instrumentos de lucha cultural. En un mundo donde la izquierda ha colonizado los espacios simbólicos —la educación, el arte, la ciencia, los derechos humanos, los organismos multilaterales—, pretender una diplomacia “objetiva” no es inocencia, es complicidad.
Milei ha sido claro: sin batalla cultural no hay cambio sostenible. Se puede ajustar el gasto, ordenar las cuentas, incluso crecer económicamente, pero si las ideas siguen siendo las mismas —estatismo, redistribución, victimismo, igualitarismo forzado—, el péndulo volverá a girar hacia el desastre. Lo mismo ocurre en diplomacia: podemos reducir embajadas, recortar personal, optimizar el gasto. Pero si no cambiamos la narrativa diplomática, si no defendemos nuestras ideas en el plano internacional, seguiremos siendo cómplices del mismo sistema que decimos combatir.
La diplomacia libertaria no se define solo por ahorrar dinero, sino por defender principios. No puede haber embajadores defendiendo el aborto en nombre de los derechos humanos, ni cónsules promoviendo políticas climáticas coercitivas que destruyen el agro argentino. No podemos seguir financiando ONGs globalistas desde nuestras representaciones, ni aplaudiendo resoluciones que promueven más intervención estatal, más impuestos, más control.
La diplomacia debe volver a ser lo que alguna vez fue: la proyección externa de un proyecto de nación. Y ese proyecto hoy, en Argentina, se llama libertad.
El soft power también se combate
Durante décadas, la izquierda entendió que el poder no se ejerce solo desde el gobierno. Se ejerce desde las ideas, desde la cultura, desde los organismos internacionales. Por eso ocuparon la ONU, la OEA, la Unesco, la OMS, el Banco Mundial y todos los foros multilaterales disponibles. Desde allí moldean el lenguaje, imponen agendas, condicionan créditos y cooptan dirigentes.
La derecha, en cambio, se replegó. Administró lo que otros diseñaron. Se resignó a “gestionar mejor el Estado”, en lugar de desmantelarlo. Pero eso está cambiando. La diplomacia de la libertad es también una diplomacia ofensiva, que no se limita a defender el interés nacional en abstracto, sino que cuestiona el consenso globalista y propone alternativas.
La batalla cultural no es solo interna. También se da en la OEA, en las misiones ante Naciones Unidas, en los foros del G20, en las cumbres regionales. Y allí necesitamos representantes ideológicamente preparados, con convicciones firmes, no burócratas con diplomado en relaciones internacionales y miedo escénico frente al qué dirán. Como bien lo afirmó Milei, “si no damos la batalla cultural, no importa cuán buenos seamos gestionando”.
Una diplomacia al servicio de la libertad
Hoy más que nunca, es urgente rediseñar el aparato diplomático argentino desde una lógica de libertad, eficiencia y coherencia. Es necesario revisar la Ley del Servicio Exterior, eliminar privilegios, cerrar destinos irrelevantes, digitalizar funciones, delegar tareas en el sector privado y, sobre todo, formar diplomáticos con ideas claras y convicciones firmes.
Porque la diplomacia no es solo protocolo. Es ideología, es batalla cultural, es poder blando al servicio de un proyecto de país. Y si ese proyecto hoy es el de una Argentina libre, con menos Estado y más mercado, con ciudadanos soberanos y no súbditos del asistencialismo, entonces esa visión debe reflejarse con coherencia en cada embajada, en cada consulado, en cada declaración internacional.
La diplomacia de la libertad no es una utopía. Es una necesidad histórica. Y como bien decía Von Mises, “el progreso siempre vino de quienes desafiaron las formas establecidas”.
Ha llegado la hora de dejar de representar al Estado, y empezar a representar a la libertad.
Una nueva era diplomática
La diplomacia del siglo XXI se encuentra en una encrucijada: puede permanecer como un vestigio de formas obsoletas, o transformarse en una herramienta de vanguardia al servicio de ideas claras. En Argentina, el gobierno de Milei y el pensamiento de diplomáticos como Nimo expresan una ruptura con la tradición diplomática establecida. La reducción del Estado, la eficiencia funcional y la lucha cultural se integran en una visión común donde la diplomacia no es adorno, sino trinchera.
En esta nueva era, los acuerdos internacionales, las embajadas y las relaciones bilaterales no serán neutrales. Serán campos de batalla donde se disputa el relato del mundo. La “batalla cultural en la diplomacia” ya no es una metáfora. Es una estrategia.