Autonomía del paciente y rechazo de medicamentos: entre la libertad y el deber de cuidar
Vivimos en una época en que la autonomía del paciente es considerada piedra angular de la medicina. El enfermo ha dejado de ser mero receptor de órdenes para convertirse en protagonista de su propia salud. Esta conquista es indudable, pero no está exenta de tensiones cuando se cruza con una realidad persistente: la falta de adhesión a los tratamientos. Y es que, aunque médicos y farmacéuticos recomienden con ciencia y buena fe, no son pocos los medicamentos que los pacientes rechazan, a veces sin darse cuenta de las consecuencias, aunque muchas veces conscientes de los efectos secundarios que les producen. Detrás de cada receta no recogida en la farmacia, pastilla olvidada o guardada en un cajón hay miedos, desconfianza, malas experiencias previas, influencias culturales o el deseo profundo de mantener el control sobre la propia vida.
Entre las causas más frecuentes del rechazo está el temor, y la experiencia propia sobre los efectos secundarios. Hoy, el paciente, más informado, pero también más desconfiado, amplifica el riesgo, alimentado por redes sociales, testimonios alarmistas o incluso estudios serios, como los que publica la revista internacional ‘Prescrire’, que aconsejan evitar ciertos medicamentos. A ello se suma que, en enfermedades silenciosas como la hipertensión, muchos abandonan el tratamiento al sentirse bien, sin comprender que el daño se gesta, aunque no se manifieste.
También influye la visión romántica de lo “natural” frente a lo “químico”, ignorando que la toxicidad o la eficacia no dependen del origen de una sustancia, sino de la dosis, la indicación y la persona que la recibe; y también que, si lo natural aparta de un tratamiento efectivo, se traduce en un daño irreparable.
Pero quizás el territorio más delicado, donde la autonomía se tensa hasta casi quebrarse, es la psiquiatría. Aquí, el rechazo a la medicación no solo pone en riesgo al propio paciente, sino que puede implicar daños a terceros. No son raros los casos de personas con procesos graves —como esquizofrenia o trastorno bipolar— que abandonan el tratamiento porque no aceptan estar enfermas o no soportan los efectos secundarios de unos medicamentos que no se han diseñado para curar, sino para ocultar síntomas. Surge entonces un dilema moral de enorme calado: ¿hasta dónde respetar la autonomía cuando la persona, en plena crisis, pierde la conciencia de su realidad o puede causar daño? ¿Medicar a la fuerza, limitando la libertad, o mantener el derecho a decidir, aun a riesgo de que la persona se haga daño o lo haga a los demás? En estos casos, la medicina choca con la ética y el derecho, y no hay respuestas sencillas.
Decía Machado: “¿Tu verdad? No, la Verdad; y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela.” Y, sin embargo, en el terreno de la salud mental, imponer una sola verdad es imposible y, muchas veces, cruel. Porque cada ser humano vive su realidad, y aun enfermo, merece respeto. Aunque, en psiquiatría, a veces ni el propio enfermo lo sabe. Y ahí, entre la libertad y el deber de cuidar, seguimos buscando un difícil equilibrio.