Filosofía del vino

El vino y la Navidad

Navidad
En la noche de Navidad de 1914, cuando la Gran Guerra apenas comenzaba, la violencia contuvo el aliento. Un villancico alemán cruzó la tierra de nadie como un suspiro, y un árbol iluminado con frágiles y temblorosas velas se alzó como un improbable faro de paz.

Por unas horas, la guerra fue tregua: el enemigo dejó de ser silueta y volvió a ser hombre, con rostro y nombre.

No fue solo una pausa en el combate, sino una grieta en la historia. Aquella noche descendió “el que no puede ser contenido”, aquel que “no cabe en ningún sitio porque es el lugar mismo”. HaMakom (הַמָּקוֹם), uno de los nombres más hondos de Dios en la tradición judía —“El Lugar”—, bajó al abismo del hombre para acompañarlo en el fango del exilio. Y la humanidad aceptó, una vez más, ser pesebre, a ser Belén, Beit-Lehem (בית לחם), la “Casa del Pan”.

Ese gesto no era nuevo. Ya desde el primer Adán la tradición lo recuerda. El Midrash Agádico Avot de Rabí Natán cuenta que, tras el pecado, Adán lloró su destierro de la morada divina. Forzado a comer raíces y hierba, condenado a morir y volver al polvo, clamó: “¿Acaso comeremos yo y mi ganado del mismo pesebre?”.

Entonces Dios le concedió la gracia de comer pan con el sudor de su frente, elevando su condición sobre los animales. Y le prometió algo más, acompañarlo en la caída, alimentarlo con su propio pan y darle a beber el vino del Edén, reservado desde antes de la creación.

Ese vino —dice el Zohar, corazón de la mística judía— es la luz oculta del Mesías, guardada desde el origen para hacerse una con nosotros. Es el vino que se comparte en cada Nochebuena. Porque el Dasein está llamado a ser praesepium, pesebre ofrecido. Porque el “ser que está ahí”, ese que encarnamos, “ni colma ese ahí” ni “se colma con el ahí”; solo halla plenitud en el “Ser-con.” 

La imperfección del incienso: el estoraque

El espíritu de la Navidad es, ante todo, un mensaje de redención que el vino ya prefigura en su propia química. En él se oculta la beta-damascenona, un norisoprenoide cuyo aroma recuerda a las rosas, símbolo del pueblo judío y de los atributos divinos del amor y la misericordia en la mística hebrea. A esa fragancia se une el incienso sagrado, el estoraque, que según el Talmud (Keritot 6b) enseña que ninguna comunidad puede presentarse ante Dios excluyendo a los pecadores.

El estoraque es la resina que brota del árbol herido. Su olor, aislado, no es grato —como ocurre con el gálbano—, pero al elevarse en humo se transforma y se vuelve ofrenda. La herida, así, no se oculta: se transfigura. La redención no elimina la imperfección; la asume.

Aprender a morar en ese pesebre compartido, en una Navidad que detiene y desarma, es una llamada que alcanza tanto a creyentes como a no creyentes. Como recuerdan Bloch, Adorno, Benjamin e incluso Sartre, nadie puede —ni quiere— desprenderse del núcleo humano y simbólico de la Navidad, ni siquiera de la revelación de un Dios en el que no se cree. Porque si Dios entra en la historia como Mesías débil y sufriente, nadie queda excluido, ni siquiera quien duda.

Y fueron los pastores, aquellos que no cumplían las exigencias de pureza que los fariseos prescribían, considerados marginados e impuros, excluidos del templo y de la sinagoga, quienes sin embargo se adentraron en el pesebre y adoraron al Mesías. Nadie quedó excluido.

Si la Navidad aún significa algo, es porque se ofrece como una teología invertida, donde la debilidad vence al poder y la esperanza alcanza también a quien no cree, tocando ese anhelo profundo de reconciliación y redención que atraviesa al ser humano.

La Navidad no habita el tiempo profano

Sin embargo, la Navidad corre el riesgo de no perdurar, de ser apenas el destello de una promesa imposible de sostener. Como toda fiesta religiosa, no habita el tiempo profano. Irrumpe y acontece, diría Mircea Eliade. Y cuando se desvanece deja restos, ruinas y nostalgia, porque la sociedad contemporánea no puede sostener la promesa que la Navidad insinúa, como bien advirtió Theodor Adorno.

Al final permanecemos a ambos lados de la zona de nadie, en la oscuridad de la trinchera del exilio, donde el sufrimiento vuelve a ocupar los días. La imperfección ya no se comparte en un humilde pesebre y la esperanza se agota. Es la tragedia de la sociedad del cansancio que describe Byung-Chul Han, un mundo exhausto, incapaz de sostener la revelación de una sola noche.

El vino y la promesa de un pesebre compartido

Y esa promesa se quebró al alba de la Navidad de 1914. Todas las unidades fueron retiradas del frente. El sacerdote escocés Palmer regresó a su país, reprendido por haber compartido un servicio religioso con el enemigo. El teniente francés Audebert fue relevado. La nieve que había cubierto de paz aquella noche se volvió polvo de caminos separados.

El pesebre fue vaciado por los altos mandos, temiendo que la humanidad fuese más peligrosa que la metralla. Los dispersaron como semillas al viento de otros frentes. Los escoceses fueron enviados a fangos más voraces. Los alemanes al gélido este, donde el invierno no concede tregua. Los franceses se disolvieron en el anonimato de nuevas carnicerías.

Solo Anna, la soprano danesa, y Sprink, el tenor alemán, expulsados del ejército y despojados del uniforme, alcanzaron el milagro en un andén que se volvió pesebre, donde ella lo esperaba con un abrigo que ya no era de soldado.

Para los demás, el castigo por haber sido hermanos, por haber compartido en una gélida Nochebuena su fragilidad desde la humildad de su íntimo más profundo, desde el lodo de su propio pesebre, fue seguir siendo fantasmas de una guerra que odiaba la paz.

La banda sonora de Joyeux Noël de Christian Carion, interpretada por la Chorale Scala de la London Symphony Orchestra, acompaña escenas de soldados que se niegan a disparar contra la sombra con la que han compartido el pan y el vino. Soldados que juegan al fútbol, cantan villancicos en una sola lengua de Babel, entierran juntos a sus muertos y, bajo una cruz sufriente, asisten a una liturgia compartida con el enemigo, sostenida apenas por una plegaria silenciosa.

El clima queda suspendido en una nostalgia densa y una pesadumbre callada. Nadie quiere volver a matar al enemigo que ahora tiene rostro e historia.

Sprink corre desesperado desde la trinchera alemana hacia un soldado francés herido y, en lugar de arrastrarlo, lo estrecha entre sus brazos y lo acompaña en la agonía. Mientras tanto, otros rostros vacíos regresan a la trinchera helada o son conducidos hacia un destino remoto, confinados en vagones oscuros que se alejan lentamente de un frente que albergó el invierno de la guerra. Y aun así, mientras se alejan, todos continúan soñando con su hogar.

Nuestro hogar es el pesebre que compartimos

La composición Hymne des Fraternisés clama por la tristeza de una morada que ha quedado vacía, por el anhelo de una mano entrelazada, por la soledad que aún sueña con un hogar que ya no resuena en la memoria.

Y es el vino, con sus aromas de incienso, el que junto a esta melancólica elegía invita a compartir, allí donde estemos, nuestro hogar más íntimo, un pesebre que aún permanece escondido en algún rincón de la memoria.

Oscar Wilde escribió que todos estamos en el pozo, pero algunos miran las estrellas. Será al contemplar aquella estrella de Belén que iluminó el descenso de un Dios humilde y desarmado cuando el incienso del vino nos revele cómo la fragilidad compartida se transfigura en algo luminoso, ante Dios para los creyentes o en algo hondamente humano para quienes no creen.

Shalom leCulechem, Salam li-l-jamī‘. Que la paz del Mesías humilde y sufriente, que reservó el vino nuevo antes de la creación del mundo, les acompañe en esta Santa Navidad, en un eterno y universal Beit-Lehem. Una Casa del Pan con la que por siempre seguiremos soñando, junto a la promesa del Apocalipsis de Baruc, donde en los días del Mesías el vino sobreabundará.