Filosofía práctica del vino

La eficiencia evolutiva de la belleza olfativa

Copas vino - Foto mrsiraphol
 El caso de la ubicuidad del hexanal. Hormesis, volver al origen para avanzar.

En este artículo nos adentraremos en el viaje de lo que vuelve y de lo que se repite en la experiencia olfativa del vino… y qué, al hacerlo, de lo que nos revela. Así como la secuencia de Mandelbrot (xₙ = xₙ₋₁² + c) es un gesto matemático cuya repetición despliega un universo que se refleja sin fin, ciertas moléculas volátiles de olor también poseen una estructura fractal olfativa. Cada vez que las olfateamos, desvelan infinitos matices en una multiplicidad de capas. Algunas de estas moléculas no solo exhiben esa complejidad estructural, sino que además se repiten en la naturaleza con insistencia ubicua, sin perder su misterio ni su forma. Y es en su ubicuidad y persistencia donde deviene el lenguaje de la fragancia que estructura y da coherencia a lo sensible.

De entre todas, hay una que resuena con especial claridad en este entramado: el hexanal.

Pero antes, les invitamos a contemplar la secuencia de Mandelbrot acompañada de la composición Argonaut’s Shield, de George Kallis, una pieza musical donde cada pasaje contiene una versión micro de su arquitectura global. Allí, la repetición evoluciona entre ecos, reverberaciones y variaciones sutiles, como reflejos que emergen una y otra vez de un mismo origen y a la par que retornan a él.

Desde su exilio del Edén, el ser humano ha recorrido los horizontes del paisaje siguiendo la gramática del olor, una gramática molecular en la que la naturaleza parece privilegiar ciertas formas y tamaños en los compuestos volátiles, entendidos aquí como fonemas olfativos del mundo. Son lo suficientemente grandes como para contener información química significativa, pero lo suficientemente pequeños como para ser manejables metabólicamente y perceptibles sensorialmente.

Así, mientras el largo camino de ese exilio llevó a la evolución a desarrollar las grasas como escudos, como aislamiento frente al mundo hostil —piénsese en las membranas celulares lipídicas—, esas mismas grasas se degradaron con el tiempo en mensajeros aromáticos, simples y ubicuos. Lo que fue barrera, se hizo lenguaje. Lo que nos protegía del mundo, comenzó a hablarnos de él. Nos ofreció, a través del olor, un indicio de lo que hay más allá de nuestras fronteras, pero también un susurro de lo que quedó atrás, en aquel jardín que aún habita las penumbras de nuestra memoria colectiva. Es el regreso bajo la forma de un retorno transformado —un eco molecular del paraíso perdido.

La mayoría de las moléculas que reconocemos como olores tienen entre tres y quince átomos de carbono (C₃–C₁₅): una longitud que les confiere la volatilidad necesaria para alcanzar el epitelio olfativo y la capacidad de vibrar e interactuar con sus receptores en un delicado equilibrio entre rigidez y flexibilidad estructural. Ya sean lineales, cíclicas o ramificadas, su arquitectura molecular les permite desplegar una complejidad sin exceso, suficiente para establecer múltiples interacciones con los sitios activos de esos receptores. Es ahí, en esa justa medida, donde la química se afina en posibilidad perceptiva: ni demasiado simple como para ser muda, ni demasiado compleja como para volverse ruido.

Esa proporción —esa economía de forma— constituye el perfume que la vida exhala al esculpir con complejidad y sin redundancia la materia del olor. Una arquitectura invisible que habitamos y que, como ya propuso Peter Sloterdijk, configura el espacio sensible de nuestra existencia.

Tal es el caso, en particular, de aquellas moléculas olfativas de seis carbonos que, en una suerte de eficiencia evolutiva con vocación estética y funcional, convergen con el tamaño de las hexosas, esqueleto básico de la vida energética en plantas y animales. Estas se sintetizan en el estroma del cloroplasto, a partir del sol y la tierra, conectando ambos mediante las plantas y sus raíces. Y todo esto bajo un logos molecular donde lo intangible —como un olor— da forma tanto al mundo que habitamos como al sujeto que lo experimenta. Gernot Böhme lo llama atmósfera, un fenómeno de presencia sensible.

Hablamos de moléculas volátiles como el hexanal, entre muchas otras. Se trata de una molécula ubicua, presente en prácticamente todos los alimentos –incluido el vino– y, al mismo tiempo, extraordinariamente versátil en perfumería. Su olor oscila entre la grasa, la vegetación, la hierba recién cortada, la madera, la fruta sin madurar, la manzana, los cítricos —en particular la naranja— e incluso el sudor, que no es sino una reminiscencia del ácido graso del cual se origina.

Cada vez que se degusta una elaboración gastronómica, no solo se libera esta molécula volátil. También se genera como producto de la oxidación térmica de los lípidos durante la cocción. Es por esto que al cocinar —es decir, al oxidar las grasas— tanto una carne de ternera como un crustáceo pueden desprender notas de manzana, naranja o hierba recién cortada. Lo mismo ocurre con el vino durante la fermentación, ya que todas las variedades de uva contienen hexanal.

Es a través de estos compuestos ubicuos de estructura simple que los sentidos se entrelazan y la belleza se cifra en hilos invisibles. Una coherencia aromática que crea continuidad sensible entre los platos y el vino, una forma de presencia compartida que nos envuelve y nos hace cuerpo en el mundo gastronómico. Como plantea Merleau-Ponty, no solo percibimos el mundo, sino que nos inscribimos en él al habitarlo mediante el olfato. Reconocer una misma nota —como la naranja— en el pescado, la carne, el vino o el postre introduce una resonancia que da unidad a lo diverso.

Es por eso que la belleza olfativa también reside en lo ubicuo, en lo repetido y en lo simple. Emerge de la finitud y de lo fragmentario, de una estética de lo común, de lo compartido sin necesidad de aprehender la totalidad. Es en esa universalidad limitada donde moran las musas y el sentido del mundo, reelaborando —como en Jean-Luc Nancy— la verdad (Das Sein y Lichtung) del fragmento como lugar donde algo se da, donde algo aparece,  una presencia plena en su finitud, un modo de aparición del sentido sin necesidad de clausura.

La ubicuidad del hexanal no implica monotonía, pues la repetición no es identidad, sino diferencia modulada. Y es en esta repetición transformada donde lo simple adquiere espesor y sentido, y donde se cifra una forma de pertenencia. Como sugiere Byung-Chul Han, en un mundo donde los rituales se desvanecen, son estas repeticiones sensibles las que aún nos anclan. 

Y así, mientras el otoño se abre paso en la viña y la uva se transforma en vino, la gramática del olor que encarna el hexanal nos lleva de regreso al aroma ancestral de la hierba y la manzana del Edén perdido. Nos invita a contemplar esos aromas anclados en el recuerdo al tiempo que nos impulsa a habitar el porvenir.

Carl Jung afirmaba que lo que no se hace consciente se manifiesta como destino. Olfatear estas moléculas con atención equivale a convertirse, a la vez, en maestro de la infancia y discípulo del futuro; en refugio y en transhumancia, en esencia continente de lo sentido. Es entonces cuando el Ser del vino alcanza en el horizonte la capacidad de albergar lo que nos alberga, un “Ser” que no es algo ajeno considerado como “lo otro” (Das andere)”. Es la apertura misma (Lichtung) que acoge la experiencia en un espacio compartido, porque el vino contiene a un mundo que, como en Heidegger, Merleau-Ponty, Böhme o Sloterdijk, nos contiene al mismo tiempo que por nosotros es contenido.

Olfatear el hexanal en un vino o en cualquier manjar es escuchar el eco de la fruta —de la manzana, de la naranja— que enlaza la madera del tronco con la hierba, y a esta con la tierra. Es moverse en la naturaleza sin moverse, es retornar al Edén mientras se avanza en el exilio, acompañado por el olor del sudor de un destierro compartido.

El vino se convierte en un puente hacia el mundo, capaz de apagar con su lluvia molecular la larga sequía del olfato. Oler su complejidad es escuchar con todos los sentidos, contemplar para habitar aquello del origen que aún permanece en el olvido.

Pero también es resistir, porque comprender el lenguaje del vino —el de sus moléculas— implica sobreponerse a un fenómeno propio del consumo estético postmoderno que ha empobrecido su sentido. Hablamos de la parkerización (resultado de la hegemonía crítica ejercida por la guía Parker), ese estilo que ha homogeneizado la forma de hablar del vino, forzando a bodegas y críticos a adoptar un léxico emocionalmente cargado, pretendidamente comercial, pero culturalmente estandarizado y, en muchos casos, ineficaz incluso desde el punto de vista del mercado. Porque cuando se pierde la diversidad expresiva y la densidad simbólica, el mensaje, repetido hasta el agotamiento, se aboca al abismo de la desconexión y el desgaste.

Este término, que refleja el empobrecimiento discursivo de la estandarización comercial y sensorial impuesta, revela una sociedad incapaz de oponer resistencia crítica a la imposición de un gusto homogéneo. Como señala Byung-Chul Han, en un mundo sin negatividad ni espíritu, donde todo es absorbido sin fricción, desaparece la posibilidad del disenso y del juicio. La parkerización, en este sentido, es la negación de la razón poética. Ya lo advirtió María Zambrano; lo desarrolló Alba Rico al analizar la disolución del pensamiento crítico en la sociedad del espectáculo; y lo sistematizó Gustavo Bueno al mostrar, con precisión filosófica, la pérdida de densidad y rigor en una cultura que ha sustituido el pensar por el consumir. Estamos ante una España doblemente vaciada.

Sin embargo, escuchar el susurro de los fonemas moleculares del vino sigue siendo un lugar de resistencia, arraigo y revelación. En sus moléculas volátiles, ubicuas, modestas y pequeñas, no solo se reconoce un paisaje, sino también una posibilidad de mundo. Son humildes héroes que batallan en nuestros sentidos, héroes a los que la parkerización les ha arrebatado su nombre. Pocos saben qué son el linalool o el hexanal, y sin embargo la población habla alegremente de las moléculas utilizadas para el rejuvenecimiento facial, como el retinol.

Son estas moléculas anónimas, sin nombre ni sombra, que simbólicamente resuenan con el poema de Federico Bermúdez y Ortega:

«Vosotros, los humildes, los del montón salidos, [...]
Dormidos a la sombra del árbol del olvido, [...]
¡quién sabe en dónde el resto de vuestro ser está!»

Fonemas olfativos del vino que, como en la canción de Pedro Capó (2023), despiertan en la sombra de los sentidos el lento fermento de la fiesta.

Estamos enraizados en la piel de la tierra por moléculas volátiles, cuyo tamaño oscila entre los cuatro y los quince átomos de carbono. Son los doce dioses del Olimpo —entre los que se cuentan el feniletanol, el linalool y otros cuya mención aún se rehúye—. Númenes que encarnan aspectos sensoriales fundamentales del mundo y de la experiencia humana, llenos de pasiones, conflictos y alianzas, reflejando la complejidad de la vida misma.

Y, sin embargo, es a través de estas deidades que la humanidad se redime olfativamente ante el mundo al beber vino, reconociendo y respetando lo que nos precede, e inscribiendo nuestro origen en nuestro destino.

Es una secuencia de un eterno y repetido retorno al origen en un ciclo infinito de reconciliación, como si de una espiral de Mandelbrot se tratase.

Pero esa historia aún está por descorcharse.