Los colores del prisma

Vivir sin combustibles fósiles… o morir con ellos

Hay discusiones que parecen eternas, como esa de debatir si es mejor morir de hambre o acabar con la vida intoxicada. Y en esas estamos: tratando de decidir si podemos vivir sin combustibles fósiles o si debemos seguir con ellos, aunque el planeta huela cada vez más a sartén oxidado. El dilema es tan incómodo que nadie quiere decirlo en voz alta: nos fascina criticar al petróleo, pero ay de quien apague el aire acondicionado en pleno sofoco tropical.

En Santa Marta, Colombia —que algunos describen como “la cuidadora del anochecer caribeño”— es epicentro global de un debate que, por fin, suena más a conversación de barrio que a congreso de tecnócratas. Se trata de una actividad de la Fundación Pares que convocó una cumbre sobre transición energética “desde abajo”, que es como decir: dejemos que hablen los que realmente se queman, se mojan y se achicharran con las consecuencias del cambio climático. Por una vez en la vida, el territorio está primero y los PowerPoint después.

Y vaya que es una novedad. Porque si algo hemos visto durante décadas es que las grandes decisiones se toman en salas alfombradas con aire helado, rodeadas de expertos especializados en decir “es complejo”, mientras afuera las comunidades —esas que no hablan inglés técnico ni tienen consultoras— tienen que convivir con derrames, sequías, apagones y gobiernos a los que “se les olvidó” llevar la transición a la práctica.

Pero Colombia no está para tibiezas. Gustavo Petro, el presidente de Colombia, fiel a su estilo de francotirador climático, volvió a patear la mesa internacional al negarse a avalar la declaración final de la COP30 en Belém, Brasil, porque no mencionaba a los combustibles fósiles como culpables directos del desastre planetario. Y tiene razón: es difícil hablar de incendios sin nombrar al fósforo.

Pero, además, Colombia prepara otra cumbre energética: en abril 28 y 29 de 2026, junto con los Países Bajos, la Conferencia Internacional para la Eliminación Progresiva de los Combustibles Fósiles. Un evento que promete emociones fuertes: habrá debates sobre reconversión laboral, financiamiento, innovación, justicia climática y, por supuesto, quién pone la plata. Porque en este mundo tan moderno, todos quieren salvar el planeta… siempre y cuando lo pague el vecino.

A esta discusión ayuda un poco de filosofía —esa que sirve más que el aire acondicionado cuando se va la luz—. Nicholas Stern, el economista británico que se volvió sacerdote del apocalipsis climático, dijo alguna vez: “La mayor falla del mercado es no cobrar el costo real de los combustibles fósiles”. Es decir: hemos llamado “progreso” a una parrillada mundial y encima pedimos que venga con descuento

En la otra esquina del ring intelectual está Vaclav Smil, que no es optimista ni pesimista, sino químicamente realista. Él insiste en que “toda la civilización moderna está construida sobre los combustibles fósiles”. Si los quitamos de golpe, nos quedamos sin acero, sin cemento, sin transporte, sin comida… y con un nivel de ansiedad colectiva digno de una novela de García Márquez en temporada de plagas.

Y ahí está el corazón del problema: uno nos dice que el petróleo es veneno; el otro nos recuerda que es adicción. Nosotros, atrapados en medio, hacemos lo que siempre hace la humanidad: aplazar la decisión mientras se nos recalientan los glaciares.

La política tampoco ayuda. Con la guerra en Ucrania, el tira y afloje por petróleo -sin mencionarlo- entre Trump y Maduro, y la creciente dependencia de los países que más gritan “¡sostenibilidad!”, el mundo parece un teatro del absurdo. Todos defienden la transición energética, pero nadie quiere renunciar al chorro estable del oro negro barato. Es como esos vegetarianos que se comen un chorizo “solo cuando están de viaje”.

Para completar, la economía global está en modo montaña rusa. Los precios de la energía suben como si estuvieran persiguiendo un récord olímpico; los hogares sufren; las empresas temen apagar las máquinas; y los gobiernos, incapaces de pagar cara su popularidad, se tiran de los pelos que les quedan. La transición energética —esa diva deseada que necesita paz, estabilidad y financiación— tiene que hacer su número en medio de guerras, mercados histéricos y países que prometen, pero no pagan.

Mientras todo esto ocurre, Santa Marta ofrece un escenario poético para la reflexión: un mar brillante, un sol implacable y un calor que explica por qué el aire acondicionado es, para muchos, un derecho humano fundamental. Aquí es donde mejor se entiende la paradoja global: queremos vivir sin fósiles, pero no queremos que se nos derrita el helado.

Al final, la pregunta no es si podemos cambiar de energía. Claro que podemos. La humanidad llegó a la Luna y a la inteligencia artificial; algo de ingenio nos queda. La verdadera pregunta es si estamos dispuestos a cambiar el modelo de sociedad, el estilo de vida, la forma de consumir, producir, movernos y gobernarnos. Porque sustituir el petróleo no es solo cambiar combustibles: es cambiar prioridades.

Y como advirtió el sociólogo Ulrich Beck, en uno de esos momentos de lucidez que dan ganas de subrayar con marcador fluorescente: “La modernidad se ha convertido en una fábrica de riesgos; la única salida es decidir cómo queremos vivir con ellos”.

Decidir. Qué palabra tan pesada. Tan urgente. Tan políticamente incómoda. Porque la transición energética no será gratis, ni rápida, ni silenciosa. Pero tampoco será opcional. El planeta ya dejó de protestar y empezó a gritar. La pregunta, entonces, querido lector, es si vamos a taparnos los oídos… o si por fin vamos a empezar a escuchar. Opiniones y comentarios a jorsanvar@yahoo.com