La vida de las mujeres a precio de saldo
El sistema de pulseras antimaltrato, presentado como un escudo frente a los agresores, ha quedado en evidencia como un mecanismo fallido y gestionado con negligencia. Lo que debía ser un instrumento de protección se ha convertido en un símbolo de opacidad política y abandono de miles de mujeres.
En España, más de 4.000 mujeres llevan pulsera antimaltrato en la actualidad y, desde su implantación en 2009, se han gestionado más de 12.000 dispositivos. Sin embargo, la supuesta red de seguridad tecnológica se ha resquebrajado: la Fiscalía reconoció fallos técnicos en la migración de datos entre empresas en 2024 que provocaron la pérdida de información clave sobre órdenes de alejamiento. A ello se suman problemas críticos: geolocalizaciones imprecisas, congelamientos del sistema, alarmas sin respuesta y manipulaciones por parte de los agresores que pasaron inadvertidas.
Las consecuencias han sido graves. Jueces de violencia de género alertaron de que se había confiado “ciegamente en un dispositivo que no funciona”, y juzgados como el de Vigo han evitado imponer esta medida ante las incidencias reiteradas. Algunas víctimas, viendo que la pulsera no ofrecía protección real, llegaron a devolverla a la Guardia Civil. Se han documentado casos de mujeres que sufrieron agresiones justo cuando el dispositivo dejó de emitir señal, o que vieron cómo el agresor se acercaba a su domicilio sin que saltara ninguna alerta. Incluso se investiga el caso de una mujer asesinada que dependía de este dispositivo para protegerse.
Las quejas no eran desconocidas. Ángeles Carmona, ex presidenta del Observatorio contra la Violencia Doméstica y de Género del CGPJ, acusó directamente a la ministra de Igualdad de mentir: “Les enviamos durante meses todas las quejas que había respecto a las pulseras”. Es decir, las autoridades fueron advertidas de manera sistemática, pero optaron por negar o minimizar los fallos.
El Ministerio de Igualdad calificó las incidencias de “puntuales” y aseguró que los protocolos de emergencia funcionaron siempre. La Fiscalía insistió en que las víctimas “estuvieron protegidas en todo momento”. Los hechos y las absoluciones judiciales derivadas del caos tecnológico desmienten esa versión.
Las empresas adjudicatarias, Vodafone y Securitas, no han sido sancionadas ni sometidas a auditorías independientes. El Gobierno rechazó abrir expedientes sancionadores alegando la complejidad técnica del servicio. Miles de mujeres han visto cómo su seguridad se reducía a un contrato fallido y a un discurso oficial vacío. Mientras tanto, el Congreso reprobó a la ministra de Igualdad por su gestión, pero no se han asumido consecuencias políticas.
No estamos ante un error técnico, sino ante una traición institucional. Se sabía, se advirtió y se ocultó. Como ocurrió con la llamada “ley del solo sí es sí”, que abrió la puerta a la excarcelación de agresores sexuales por una norma redactada sin rigor jurídico ni sensatez política, pero con abundante demagogia. En este caso, también las decisiones políticas adoptadas por la anterior titular, Irene Montero —probablemente la peor ministra que haya conocido esta democracia en materia de igualdad—, se mantuvo sin cambios bajo la actual responsable Ana Redondo, cuyo error ha sido conocer, ocultar y mentir.
La vida de las mujeres no puede seguir “de oferta”. Exigir la dimisión de quienes, por acción u omisión, han permitido que la seguridad de las víctimas se degrade no es una consigna: es una obligación democrática. Pero España es un país donde nadie dimite y la dignidad política esta prostituida.