Álvaro Uribe y Gustavo Petro, rostros opuestos de una Colombia en tensión
Colombia está en medio de un polvorín político que, aunque aún no estalla, mantiene a todos en la incertidumbre diaria. La condena a Álvaro Uribe Vélez, a 12 años de prisión domiciliaria por soborno en actuación penal y fraude procesal, ha generado un oleaje alto y fuerte de opiniones que divide a la nación.
Para unos, el expresidente de 73 años es un símbolo de liderazgo y servicio público; para otros, representa la doble cara de un líder carismático que se ha movido durante 40 años entre luces y sombras.
El fallo, emitido por la jueza Sandra Liliana Heredia, se apoyó en interceptaciones, grabaciones y testimonios que probaron maniobras ilegales, en especial a través de su abogado Diego Cadena. Uribe Vélez insiste en que es víctima de persecución política y prepara su defensa en apelación.
La condena reabre viejas grietas. El proceso comenzó en 2012, cuando Uribe Vélez denunció al senador Iván Cepeda Castro por supuesta manipulación de testigos. La Corte Suprema archivó la denuncia y, en cambio, lo investigó a él. Trece años después, Cepeda Castro se alza como víctima y celebra un fallo que, según afirma, “marca un precedente para la justicia en Colombia”.
Mientras el Centro Democrático convoca a una marcha nacional para el 7 de agosto, día de fiesta patria, el ambiente político se enciende aún más: ese mismo día se cumplen tres años del gobierno de Gustavo Petro, quien enfrenta su propia tormenta. Un nuevo escándalo sacude a la Casa de Nariño, con denuncias sobre fiestas con excesos y conversaciones comprometedoras que involucran a un alto mando militar sin identificar.
A los cuestionamientos éticos se suma el desgaste de su administración: 54 ministros en 36 meses, enfrentamientos diplomáticos, promesas de paz incumplidas y una economía que no despega. Incluso dentro de la propia coalición Pacto Histórico, voces críticas señalan que el presidente ha perdido rumbo y capacidad de concertación.
En paralelo, sectores afines a Petro alimentan la idea de prolongar su permanencia en el poder. Alfredo Saade, jefe de Gabinete, sugiere y propone que el mandatario debiera quedarse “otros 20 años” para consolidar su proyecto de transformación, una propuesta que ha encendido aún más la polarización cuando hay normas que prohíben la reelección.
En el fondo, lo que está en juego en Colombia, no es solo el futuro de dos figuras antagónicas, sino el de un país que parece oscilar entre la obediencia a la ley y la lealtad a los caudillos. La justicia dicta sentencias, pero la política las desafía.
El país se debate entre un presidente cuestionado, que enfrenta sospechas de querer quedarse en el poder, y un expresidente condenado, que invoca persecución para no perder influencia y entrar en desgracia con la historia. Ambos, desde extremos opuestos, tensan las costuras de una democracia que necesita instituciones fuertes y ciudadanos listos y dispuestos a defenderla.
La que suceda el 7 de agosto, con la marcha y los pronunciamientos de unos y de otros, más que un acto de apoyo o rechazo es el reflejo de qué tan profundo es el quiebre de la nación, y hasta dónde está dispuesto a llegar un país que camina sobre el filo de la navaja.