El tren soñado
El primer silbido de vapor en 1848 no fue solo un viaje: fue España despertando. El hierro aprendió a correr, y el país a soñar con la velocidad. Puentes sobre el Besòs, túneles en Montgat: la modernidad horadaba la tierra como si quisiera abrirle paso al futuro.
En 1851, Isabel II inauguró el tren de la fresa. Veinte reales costaban el lujo, cuatro la esperanza. El ferrocarril ya sabía de jerarquías, pero también de horizontes compartidos. Los vagones eran metáforas rodantes: unos viajaban con sombrero de copa, otros con alpargatas, pero todos avanzaban en la misma dirección.
El tren fue mi compañero en noches de juventud, rumbo a la capital. El Costa Brava me llevaba entre bostezos y sueños, con el traqueteo como nana improvisada. Más tarde, otros medios me llevaron lejos: todoterrenos, aviones, barcos. Pero siempre regresé al vagón, porque el tren tiene algo que los demás no: la paciencia de quien sabe que llegar es tan importante como mirar por la ventana.
Cinco horas entre Zaragoza y Valencia eran un festín de paisaje, lectura y soledad. El bocata envuelto en papel de aluminio era mi menú de gala, y el libro abierto sobre la mesita plegable del respaldo anterior, mi pasaporte. Hoy esa línea permanece interrumpida por obras sempiternas, y los AVE dejaron de ser puntuales. A veces ni llegan, como si el futuro hubiera perdido el reloj. Para colmo, mi compañero Mr. Parkinson me recuerda que viajar es ahora un sueño más que un acto. Y yo, que siempre fui pasajero, me descubro convertido en soñador de estaciones fantasma.
El ferrocarril nació entre humo y dudas, y se convirtió en metáfora del tiempo: un río de acero que nunca se detiene, aunque cambien las estaciones. El progreso tiene memoria: la Puffing Billy, el Stockton-Darlington, los vagones de correo sin maquinista que desde 1927 recorren Londres como arterias invisibles. Ochenta millones de kilómetros después, siguen llevando cartas y secretos, como un río subterráneo que nunca se seca.
El tren es futuro y nostalgia. Es velocidad y espera. Es humo convertido en memoria. Es la certeza de que la historia avanza, como un convoy que nunca se detiene, aunque nosotros ya solo podamos soñarlo. Y quizá ahí esté su magia: que incluso cuando no llega, el tren sigue siendo la promesa de un viaje.