Tocando el culo (con perdón)
Paseo por el arte y el asfalto. Por lo inmediato y la historia. Lo castizo y lo internacional. Lo individual y la unión. Deambulo por todo lo de mágico y cotidiano que toda ciudad debería tener. Por Madrid camino. Paso ante el Palacio de Oriente escoltada por diez reyes a cada lado que en realidad debían coronar como áulicos mitos el Palacio Real pero que ahora, tanto tiempo a ras de tierra, miran con una expresión de haberlo visto ya todo. Les comprendo y sigo hacia la estatua ecuestre de Felipe IV, una auténtica pionera en su clase de la que en general, se sabe poco de su historia. Fue realizada en el siglo XVII por el florentino Pietro Tacca y está considerada como la primera estatua ecuestre en el mundo “en corveta”, es decir, que únicamente está apoyado por las patas traseras del caballo. El escultor soñaba realizar una obra nunca conseguida y que parecía imposible “en la que el peso del metal se convirtiera en vuelo”. Lo consiguió con el asesoramiento del mismo Galileo Galilei, llegando a una solución ingeniosa, pero a la vez muy sencilla. Consistió en hacer la cola y la parte trasera del caballo macizos y el resto hueco, de manera que, tras detallados cálculos, el mismo peso controlaba el equilibrio. En Italia se fundió esta parte y el resto en hueco se realizó en Madrid siendo enviada a Florencia para su ensamblaje. Realmente Tacca consiguió su sueño y nosotros el asombro de su vuelo.
Sigo y acabo por desembocar en la Plaza de la Opera. A mi derecha, un pedestal de piedra de dos metros de alto sostiene la estatua de una Isabel II oronda, oscura y seria que mira por encima de los mortales a una nada que a nadie importa. No se encuentra nada especial en ella salvo ser una efigie repetida con exactitud varias veces y, tener una vida azarosa a pesar de cierto hieratismo y solidez que parece hacerla inamovible. Me explico. Encargada y pagada por López Santaella a José Piqué y Duart, se erige con sus 2,25 metros de altura para presidir esta plaza que, aunque es conocida como de la Ópera, en realidad recibe el nombre de Isabel II. Pero al año siguiente es trasladada al vestíbulo del cercano teatro. Sin embargo no dura tampoco allí y en 1862 regresa a su primer emplazamiento. Seis años después se la traslada al Palacio del Senado hasta que en 1905 regresa a su plaza hasta que en 1931 es destruida por la república. En 1944 se realiza una réplica en bronce fundido tomando como modelo su gemela en mármol del vestíbulo de la Biblioteca Nacional, que era idéntica a la original destruida. Y aquí la tenemos de vuelta quien sabe si definitivamente teniendo en cuenta su azacaneada vida. Casi tanto como la de su modelo.
Y ya en el tema estatuario, recuerdo otras curiosidades como la original y hermosa, creo que única en el mundo, dedicada al Diablo. Esa tan bella que representa al Ángel Caído que encontramos en el Parque del Retiro. Por cierto que una réplica se encuentra en la escalinata de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Curioso en una ciudad tan devota de la Virgen de La Almudena, de La Paloma, de San Isidro…. Siempre ha sido útil eso de llevar una mano por el cielo y otra por la tierra. O aquello tan popular: “de diablo un pelo.”.
No me olvido del título de mi artículo, pero antes no podemos dejar de recordar la famosísima de Felipe III de la Plaza Mayor, ese sepulcro de lujo y áulico mausoleo, sin intención, de los gorriones frioleros. Y la obligada, la típica y más conocida de Madrid: el Oso y el Madroño que en la Puerta del Sol representa desde hace siglos el espíritu de valentía y resistencia de los madrileños. Si nos acercamos a ella veremos que su rabo está un tanto pulido a causa de una moda reciente, pues se dice que quien lo toca volverá a Madrid y conseguirá amor y felicidad.
Y llego a mi título. Vuelvo sobre mis pasos y retorno a la calle Mayor porque he recordado el pulido de otra estatua que es, sin duda, casi humana. No hay que dejar pasar la oportunidad de conseguir algo bueno. El primer día que le vi, al desembocar casi enfrente de la Catedral y entre la riada de peatones, entreví a mi hombre. Estaba de pie, absorto e inmóvil sobre una barandilla y parecía mirar algo. Desde lejos, lo que me llamó la atención fue que con toda naturalidad, casi sin darse cuenta, quienes pasaban le tocaban el culo sin reacción aparente por su parte. Caminé hacia él y vi que se trataba de la estatua de bronce de un hombre de aspecto anodino. Me paré a preguntar y alguien me aclaró con naturalidad, como si fuera algo evidente, con un lacónico: ”es que da buena suerte”. Y como andaba un tanto escasa de ese don, me acerqué y cumplí con el rito. La escultura de bronce patinado por la intemperie, un poco sombría, lucía en el final de su espalda una zona dorada y alegre cuyo brillo deslumbrante al sol del medio día, desmentía la sobriedad del hombre metálico. Nadie supo decirme el título de la estatua ni su autor. Solo que unos y otros la habían bautizado como el señor Paco, el tío Manuel , el Vecino de la Acera o el Mirón, lo que evidenciaba que había sido adoptado como uno más en el barrio.
Indagando he llegado a saber que su autor es Salvador Fernández Oliva que deseó que su obra fuera un homenaje al hombre de la calle, por lo que escogió como modelo a un obrero en paro sin ninguna característica especial. Lo consiguió, porque los vecinos, que no sabían de su intención, le han bautizado y adoptado en el Madrid cotidiano ofreciéndole un contacto humano a cambio de la esperanza de un poco de suerte. Casi como un trueque entre vecinos. Siempre lo he dicho, Madrid es un abrazo en el que todos caben.