La tentación de Prometeo
El reciente brote de peste porcina africana en Collserola ha encendido todas las alarmas en las conversaciones de rebotica. No solo por el riesgo sanitario y económico que supone, sino por una incómoda coincidencia: muy cerca del foco se encuentra el IRTA-CReSA, un centro de referencia en sanidad animal que trabaja precisamente con este virus en condiciones de máxima seguridad.
La variante detectada en jabalíes no coincide con las que circulan actualmente en Europa, sino que se asemeja a la cepa de Georgia de 2007, utilizada en investigación. ¿Casualidad? ¿O un recordatorio de lo delicado que es el equilibrio entre ciencia y riesgo?
La ciencia es nuestra mejor defensa frente a las enfermedades. Sin investigación no tendríamos vacunas, antivirales ni herramientas de detección precoz. Centros como este cumplen una función esencial: estudiar patógenos peligrosos para anticipar brotes, diseñar vacunas y reforzar la bioseguridad. Trabajan bajo protocolos de biocontención de nivel 3, con controles estrictos y auditorías periódicas que buscan garantizar que el conocimiento no se convierta en amenaza.
Sin embargo, la percepción pública es otra. Cuando un brote aparece cerca de un laboratorio, la sospecha de fuga es inevitable. Y esa sospecha se alimenta de un debate que lleva años abierto: el de los límites de la investigación con patógenos peligrosos.
Aunque en estas instalaciones no se realizan experimentos de “ganancia de función”, la confusión es comprensible. En la mente del ciudadano, trabajar con virus peligrosos y “crear” virus peligrosos parece lo mismo. La distancia entre la práctica científica y la percepción social se convierte en un abismo difícil de salvar.
Conviene aclarar la diferencia. Una cosa es comprender cómo actúan los patógenos, desarrollar vacunas y mejorar los sistemas de diagnóstico y otra distinta, la ganancia de función que implica modificar deliberadamente un virus para aumentar su capacidad de contagio o su resistencia. Es un terreno mucho más polémico, que ha generado moratorias y regulaciones estrictas en países como Estados Unidos. El caso de Wuhan y el origen incierto de la COVID-19 dejó una cicatriz que todavía no se ha cerrado: allí sí se realizaban este tipo de estudios, lo que incrementa la sospecha. El paralelismo es inevitable, aunque el contexto sea distinto. Dejemos claro que no es este el caso que nos ocupa.
La experiencia reciente nos enseñó que el mundo entero puede detenerse por un virus. Que las fronteras no sirven de nada frente a un patógeno invisible. Que la falta de preparación cuesta mucho dinero y paraliza economías. Y también nos mostró que la ciencia puede reaccionar con rapidez, creando soluciones en tiempo récord. Esa misma experiencia debería servirnos de advertencia: no podemos permitir que una crisis sea fruto de nuestra propia imprudencia.
La sociedad tiene derecho a exigir que la investigación se haga con responsabilidad y los gobiernos tienen la obligación de garantizarlo.
La imagen de Prometeo es más que una metáfora clásica, es la advertencia de que el conocimiento sin control puede volverse contra nosotros.
La ciencia necesita libertad, pero también necesita reglas. Porque el verdadero progreso no consiste en llegar más lejos a cualquier precio, sino en hacerlo sin poner en riesgo aquello que queremos proteger.
La sociedad merece una ciencia valiente y precavida a la vez. Una ciencia que sepa reconocer sus límites y que entienda que la salud del planeta depende en buena parte de la prudencia.
Porque si Prometeo robó el fuego para iluminar a los hombres, hoy nos toca decidir si lo usamos para calentarnos o para quemar.