Taninos contrariados
Muchas veces la intuición puede salvarte; qué duda cabe. De ella sabemos muy poco, pues todo lo que pretende acercarse con “precisión” a su naturaleza, empieza de pronto a navegar en un delta fangoso, magma en el que se confunden las lenguas y se aleja la costa de la racionalidad.
Cuando presentamos la “intuición” en un diálogo, sabemos que estamos pisando, sin quererlo, los predios de la magia, de lo paranormal. Algunos definen esa capacidad de “ver” sin tener indicios concretos acerca de algún tópico, como virtud, don que a menudo se confunde con la superchería. No obstante, sabemos que no se necesita ser arúspice para entender ciertas señales. O avanzamos confiados, poseídos de la seguridad del triunfo, por ejemplo, o huimos de esas luces, muchas veces en contravía del baúl de oro. No obstante, en la huida, caben también razones que nos permiten estremecernos.
La introducción a esta columna tiene que ver con las certezas que cada vez, con mayor ahínco, nos da la intuición, o el “sexto sentido”:
Hace un tiempo, mientras hacía el tránsito entre el porche de mi casa y el garaje, escuché cómo cambiaba la música del viento. Los pronósticos aseguraban lluvias y tormentas, y ahí estaba la señal clara; el día soleado se tornó de pronto brumoso. Las nubes empezaron a correr cual bandada de santos calvos, como si un toro celestial las arrinconara; el viento derribó las sillas del jardín y silbó en desorden entre los techos. A ese quejido de pesadilla que amenazaba con sacar las casas de sus bases, se sumó el crujir de los árboles; crepitaban, bamboleándose, como si un ejército de hormigas en tacones hicieran cosquillas en sus raíces. Fue entonces cuando vi todo claro; percibí, como un pálpito profundo, que una desgracia ocurriría. El viejo roble, frente al garaje, se bamboleaba en una danza amenazante. Yo estaba otra vez delante del dilema de los dos caminos, el cual muchas veces solo nos deja fracciones de segundos para resolver. “Este árbol te va a caer encima” me sentenció, casi con urgencia, esa voz que desconocemos, y eché pie atrás, seguro de lo que sobrevendría. Ya desde un costado de la casa, vi cómo, entre el traqueteo del viento, se desgajaba desde lo alto un brazo del árbol tan ancho como un tronco joven; vino a caer justo al punto del camino del cual me retiré, y asestó un mazazo, como el puño de un dios colérico, sobre la portezuela de la verja que da al jardín, derribándola entre un chasquido de maderos rotos.
Apenas tuve tiempo de regresar a casa a comprobar que la intuición, otra vez, acababa de salvarme la vida.
Tuve que arrastrar el tronco hacia la calle; no pude demandarlo por “intento de homicidio”, pero sí ponerle un aviso perentorio entre sus ramas: “Leña gratis”, para que, quien lo deseara, se detuviera y llevara a casa para quemar en el invierno; estuviera aliviado si a alguien se le hubiera ocurrido cortarla y hacer sillas. Que un anciano, o un niño, o una mujer que espera dar a luz se sentaran ahí para ver el atardecer, hubiera sido suficiente recompensa. No tomé esa leña para mi chimenea. Pensé que lejos estaba mejor, con la posibilidad de ennoblecer su existencia, de convertir en algo benigno lo que antes fue afrenta desde sus taninos contrariados.