Cuando sobrevivir es triunfar
La tauromaquia necesita del triunfo, como cada viviente precisa del pan de cada día. Pues todo el que se inicia o bien, vive inmerso en el maravilloso mundo del toreo, necesita crear expectación, hacerse notar, abrirse paso por los caminos de la recompensa y acceder al éxito. Pero el mundo del toro es tan misterioso y fascinante, que el éxito se vende caro, y en el que son multitud aquellos que pudieron ser y no fueron; multiplicándose de forma incalculable, con aquellos que llegaron a lo más alto. Aunque todos los que se inician, tengan como claro objetivo tocar el cielo con la yema de sus dedos.
Sin embargo, al toreo se le vislumbra un importante horizonte de realización personal, en tantos que a base de entrega, esfuerzo y constancia, rematan largas carreras taurinas, sin llegar a los más alto, pero sin caer en el abismo del abandono. Y, aun compaginando su carrera artística con otras profesiones o empleos que les aportaran el sustento; han demostrado y – lo más importante-se han podido demostrar a sí mismos, que el toreo les ha servido de alimento para el alma, aunque no haya conseguido serlo, del todo para el cuerpo.
Por eso, el triunfo es representado en la capacidad de supervivencia, cada vez que un modesto matador de toros, es llevado por caminos tortuosos, pero continuados a sus bodas de plata; o cuando un banderillero llega a la jubilación tras alternar luces y sombras después de tantos paseíllos, detrás de todo tipo de matadores; o un picador que deja el castoreño y los coches de cuadrillas, y se jubila con la ilusión de pasear a caballo con sus nietos, alrededor de su pueblo, cuando caen las tardes de verano. O cuando una ganadería va dejando el rastro del tiempo, tras años y años en las mismas manos; sorteando todo tipo de contratiempos y dificultades; también de momentos dulces. Para todos llega el triunfo y el agradecimiento del todo el toreo, que les reconoce imprescindibles entre las mimbres que entretejen su cesto.