Siempre Lope
He pasado hoy por el Barrio de las Letras y es imposible hacerlo sin pensar en él. Allí era. Allí vivió. Allí escribió para su gloria y disfrute nuestro, en ese caserón que compró en 1610 y del que disfrutó durante veinte años aunque no se tiene certeza de la de su nacimiento. Todo, cualquier cosa escrita por Lope de Vega, está tocada por la belleza, por la perfección y por eso no es extraño que, en su época, fuera habitual la frase “parece de Lope” para expresar que algo era excepcionalmente bueno. Así podía oírse esta frase aplicada a una fruta, una espada, un brocado o una casa. De nadie más, antes o después, se ha utilizado tal tópico, pero, modas a parte, es que acaso nadie más haya llegado donde él llegó. Leyéndole, leyéndole, encontré la descripción que el propio Lope de Vega hace de su casa. En realidad, se ve que es muy parecida a otras bastante típicas de la clase media del siglo XVI al menos en Madrid. Una casa no muy grande de dos pisos y en vez del tradicional corral que complementaba la dieta familiar, él transforma este en un jardín al que define como “más breve que cometa”. Teniendo en cuenta su sensibilidad no es extraño que cambiase gallinas y moscas por flores y frescor.
Y los dos pisos. Nos dice que el de la planta baja es para el verano para mantenerse a salvo del calor y la alta para el invierno, para aislarse de la humedad y el frío. Ahora nos parece algo exagerado, pero es que hasta épocas muy recientes la lucha contra el frío era importante y era la causa de las ventanas y las puertas pequeñas, de los techos bajos, de las alfombras, las esteras en paredes y suelo y cubriendo puertas que difícilmente cerraban bien. Tapices y cortinajes ayudaban a aislar unas paredes cargadas de un frío que impedía que chimeneas, estufas o braseros calentasen las salas o los dormitorios. De ahí, los doseles y cortinones alrededor de las camas o incluso los “armarios-cama” que sólo he alcanzado a ver en un museo italiano aunque sí los conocía a través de la historia de Suecia y sus costumbres. Mobiliario que no difería tanto de muchos dormitorios españoles. Pero era aún más extraña esta cama que literalmente era un armario de dos pisos con dos puertas y un ventanuco de palillos en cada una con una cortinilla interior encerrando todavía más al durmiente. En realidad no todo el mundo tenía tal cosa y menos en España donde casi no tuvo adeptos, pero por el frío los dormitorios solían ser habitaciones pequeñas- con frecuencia prácticamente del tamaño de la cama- y sin ventanas porque se afirmaba que estas eran perjudiciales para la salud cuando se estaba acostado. Yo aún he podido ver en un pueblecito de Ávila cómo se hacía la cama extendiendo la ropa ayudándose con una vara que tenía un poco más de longitud del ancho de la cama, pues no había otra forma de hacerla. No era este el caso de la de Lope de Vega, de nuestro príncipe de los Ingenios, de nuestro Monstruo de la Naturaleza, como le rebautizó Cervantes, pero sus dimensiones eran reducidas. Para un mejor aislamiento ya en la sala principal, estaba también el estrado con una tarima ligeramente elevada sobre el suelo de la habitación, y sobre la que habían esparcidos bastantes cojines que servían de asiento a las damas, mientras que las sillas, aunque también usadas a veces por mujeres, eran generalmente utilizadas por los hombres. De esta costumbre se originó la frase “tomar la almohada”, lo que representaba, en el caso de la corte, un privilegio reservado a pocas mujeres delante de la reina.
Imagino a Lope en su estrado sentado en una silla más bien incómoda y apoyado en la mesa mientras escribe y siente amores y penas a la poca luz que dejan pasar los pequeños cristales verdosos de los cuarterones. Y le veo levantarse para pedir que le traigan candelabros con algunas velas que se encenderían a la vez que se pronunciaba la obligada jaculatoria de “bendito sea el Santísimo Sacramento del Altar”. Y entonces el consabido chocolate; ese que se tomaba en jícaras - o cangilones- varias veces al día. Que quitaba frío, entonaba el cuerpo, renovaba fuerzas y alegraba el paladar.
Una nueva forma de pensar en Lope de Vega; sus pasos cotidianos, su luz y su paladar; el mundo que le rodeaba, su frío y su calor. Su popularidad y su genio asombroso incluso por encima de ella. Con sus días y sus cenizas llenas de sentido. Y sus huesos que polvo serán, pero enamorado.