Riesgo y cicatriz en las lecturas
Platón en el Fedro dice lo siguiente: Lo mismo pasa con las palabras escritas: podrías llegar a creer que hablan como si pensaran, pero si alguien, queriendo instruirse, les pregunta algo de lo que dicen, no dicen más que una sola y misma cosa siempre. Esta frase me lleva a pensar sobre la resistencia que tenemos los seres humanos frente a la novedad. Pensaban en la Grecia antigua que la escritura iba a afectar la memoria de los humanos. Así pues, la escritura se presentó como un phármakon para la memoria o mejor para la desmemoria; todo habría de ser recordado si se escribía. Sin embargo, hubo reluctancia, porque phármakon significa «remedio», pero también «veneno».
Es conveniente entender que con la invención del alfabeto no nació la escritura. Esta última tiene aproximadamente unos 5.400 años de antigüedad representada en la escritura cuneiforme y jeroglíficos. Sin embargo, con la invención del alfabeto hace 3.500 años se reinventó la forma en preservar las tradiciones orales codificándolas en los distintos números de signos y permutaciones que admite cada alfabeto; fue el gran salto de la imagen concreta al fonema y la separación del signo del objeto. Además, Eric Havelock y Marshall McLuhan sostienen que la revolución del alfabeto permitió el pensamiento abstracto en el cerebro humano que promueve a procesar ideas que no están físicamente presentes en nuestros sentidos.
Los lectores somos personas extrañas porque en nosotros per se habita una paradoja constante: estamos presentes físicamente, pero nuestra mente opera en una dimensión distinta. Nuestro tiempo es “no lineal”, por ejemplo; yo estoy escribiendo este artículo de opinión mientras proceso emocionalmente el tópico de la inmortalidad abordado desde la antigüedad, la modernidad y especulativamente como se va a tratar en el futuro. Desciframos el universo no a través de los sentidos, sino por medio de signos y símbolos.
Hay lectores que leen con el bolígrafo: rayadores palabras, frases, ideas, oraciones o escribir en las márgenes (Edgar Allan Poe fue un defensor a ultranza de la marginalia) es una forma activa de entablar un diálogo con el libro y con el autor. Mi experiencia como observador de “rayadores” de libros: el bibliófilo; considera el libro como un artículo sacro y su intervención consiste en usar marcapáginas o post-ist con el objetivo de no hacerle daño a las hojas del libro y el biblioclasta, et ego, que consideramos al libro como un organismo vivo y rayamos aquello que nos llama la atención; es una forma de dejar una cicatriz en la lectura como el toro al torero.
La relación entre el lector y el libro se asemeja a la relación que existe entre el torero y el toro, entre la biblioteca y la plaza. En 1930 José Bergamín en su libro El arte de birlibirloque teorizó de forma magistral esta relación porque, para Bergamín, el acto de torear es ante todo; entender al toro y leer su comportamiento. Asimismo, el lector busca entender un libro, dominarlo, en una atmosfera que propicia una danza, que como diría San Juan de la Cruz, un baile al son de una música callada donde el libro seduce al lector y este último haciendo uso de artilugios: libreta de apuntes, lápiz, bloc de notas… y de conocimientos previos: leer y escribir, iniciando la faena no como un acto de barbarie, sino como un hecho estético donde ponerse en situación de peligro es estar desnudos frente al otro.
Así pues, volviendo al término birlibirloque, el torero en el “vuelo de la muleta” abandona el duelo momentáneamente y empieza a acompañar al toro y logra que éste embista una ilusión, un señuelo, un truco en el cual el toro cae. Asimismo, ¿cuántas veces como lectores no hemos caído en el engaño de un libro? Pero no es la ficción per se lo que logra el engaño, sino que detrás hay una serie de recursos estéticos que hacen que el birlibirloque del escritor sea verosímil. Recordemos que para captar la realidad es necesaria la ficción. Alguno ha dudado de que ¿Remedios, la bella haya ascendido en Cien años de soledad? ¿De la extraordinaria memoria de Funes, el memorioso? ¿De la lidia sobrehumana entre Santiago y el pez gigante durante tres días y tres noches en El viejo y el mar? O que ¿Orlando, de Virginia Woolf vivió tres siglos y cambió de sexo a mitad de su vida? Estos personajes son verosímiles porque existe una credibilidad interna en sus historias. La verosimilitud es el arte del engaño y descubrir el truco mientras se lee generaría una ruptura con la atmosfera y la historia. El birlibirloque o engaño no es un simple artilugio, sino una intencionalidad estética que nos acerca al libro: al igual que el torero, como lectores, disfrutamos y necesitamos de la añagaza y del riesgo.