Dies irae

Querer… o no querer

Acabo de ver la miniserie QUERER, alertado no tanto por los premios que había recibido cuanto por algunos comentarios de periodistas y opinadores, de diferente sesgo, que me hacían pensar en una obra de varias lecturas y  argumento controvertido, sobre el que deseaba formar mi propia opinión.  

Debo afirmar de entrada que este trabajo me ha parecido formidable. No conocía a nadie del reparto, con excepción de Pedro Casablanc, al que recordaba por su interpretación del obispo Carrillo en otra serie inolvidable, Isabel, donde bordaba su camaleónico compromiso con la monarquía católica desde su prelatura de Toledo. Con algunos años y varios kilos más, monta un personaje que es todo un monumento a su coherencia, a un tipo de hombre, de marido y de padre que no puede reconocer sus defectos porque todo lo que hace le parece enfocado al único fin de su existencia: el bienestar de su familia. Recibió el premio Forqué al mejor papel masculino de una serie.

Casablanc da la réplica a una actriz de la que todo lo ignoraba: Nagore Aramburu. Premio Forqué y premio Feroz a la mejor actriz protagonista de una serie. Se enfrenta a un papel complejo, difícil, el de Miren, quien camina constantemente entre la decisión y la indecisión, el miedo y la seguridad, la frialdad y el sentimiento. Es la esposa que tras 30 años de matrimonio se siente maltratada, síquica y físicamente, por su marido. Y que reúne las fuerzas para denunciarlo en el juzgado. Algo en verdad insólito, aparentemente inverosímil, pero que el buen hacer de Nagore Aramburu hace creíble, convincente y desgarrador, desde su amargura y su inestabilidad.

Están los dos hijos, ya mayores, uno casado y con un hijo, a su vez. El otro, soltero y con inclinaciones homosexuales. El mayor, Miguel Bernardeau, como Aitor (otro completo desconocido para mí) recrea con sobriedad casi ascética al hijo coherente, sólido en sus principios, espejo del padre, al que la realidad va moldeando poco a poco, aún a su pesar… Y el pequeño, Iván Pellicer, como Jon, más cercano a la madre, más frágil pero que, a su vez, también gira con las vicisitudes de su existencia.   

Nos encontramos ante un guion esculpido en piedra. Premio Feroz al mejor guion de series. Con las palabras justas, en una recreación del espíritu vasco tradicional, que si puede decir una, no dice dos. Serpentea entre momentos, incluso entre años (porque la narración ocupa varios) pero sus saltos temporales son plausibles; sus engarces, imperceptibles; su hilo conductor, firme y perfectamente trazado. Técnicamente impecable. El capítulo del juicio no tiene nada que ver con los de las películas americanas. Es un juicio español, descrito con una pulcritud que raya lo perfecto. Hasta una actriz en papel secundario, Loreto Mauleón, que representa a Paula, la letrada de la denunciante, consigue trasmitir ese rictus imperceptible de abogada  que odia a los hombres sin que se le note y que quienes hemos pasado por el trámite de un divorcio detectamos al instante. Al verla en sala se me erizó el vello del recuerdo.

Si el guion, escrito por la propia directora y por Eduard Sola y Julia de Paz, es un prodigio de relojería, la dirección de Alauda Ruiz de Alda puede llegar a sobrecoger. El tempo, exacto; el pulso, contenido; la mirada, objetiva; cada actor da lo mejor de sí y ella los conduce como los grandes directores de música sinfónica. Todos los papeles son distintos: sensibilidades distintas, verdades distintas (y distantes casi siempre)  pero a cada cual hace expresarse con la claridad de su yo, y los entremezcla sin confusión, sin que un efecto halo se pose sobre el conjunto. Recorta, insinúa, sugiere, con una maestría inusual en las series españolas. 

Hay que decir que es una película vasca. Alauda Ruiz de Alda es de Barakaldo. Aparece  un Bilbao cotidiano, con sus tonos grises naturales, sin querer exhibirse ni retraerse. Y aparece el alma vasca: contenida, tradicional, obcecada. Hablan como vascos, se relacionan como vascos y los personajes son radicalmente vascos. Si esta serie, así como está, se hubiese presentado como aragonesa, gallega o madrileña, sería de una impostura total, un pastiche apenas reconocible. Aún con un sustrato argumental semejante. Pero al encarnar sus personajes en su tierra, en su fisonomía y en sus valores, el encaje de todo ello ofrece un resultado casi perfecto. 

La serie queda abierta en su final. Va de violencia sobre la mujer; de imposición, de dominación. El rostro de ella es el espejo de una destrucción personal, que decide alejar para siempre de sí.  También trata de ancestrales comportamientos masculinos. Pero no es maniquea. Esa sería su tentación pero sabe huir de ella. Todos son auténticos y todos pagan un precio por ser como son. Ella tiene que acabar ese tipo de vida, no puede más. El no comprende nada, queda como sonado. Pero en la escena del colegio, el marido que no comprende, el padre que ama a su mujer y a sus hijos, el abuelo que recoge al nieto de cinco años al final de clase, sabe qué debe hacer para proteger a su familia. También del bullying incipiente. Y lo hace. El mozalbete que le quitaba los cuadernos y pegaba a sus amigos a los seis años, si unos cuantos más tarde pegase a un compañero para subir el video a las redes… esa víctima, esa, ya no sería el nieto de Iñigo. El espectador lo tiene perfectamente claro. Pero el abuelo paga un alto precio. La corrección política, los tiempos nuevos, le aíslan. Ya no verá al nieto como antes…y se irá quedando solo. Al final es una serie de soledades sobrevenidas, paliadas con ese final abierto en el que todo cabe.

Cinta magnífica, mejor serie dramática tanto de los Forqué como de los Feroz, que me ronda la cabeza. Porque cuando cualquier obra de ficción es realmente buena, se queda ahí…y nos acompaña mucho tiempo.