Lo que la IA ve cuando nos mira
Perdonad el tono de hoy…, quizá más pausado, más de pensar que de contar, pero hay días en los que la IA no solo se observa, también se siente, y cuando eso pasa, uno no puede evitar mirarse a sí mismo.
Son las nueve y media, el café ya frío, la pantalla repleta de mails…, y una voz en el pasillo que dice: tengo que ponerme las pilas con esto de la IA…, pero no tengo tiempo. La escuché de fondo, mientras tecleaba, y me sonó a algo más que una frase al aire (¿de verdad no lo tenemos?).
No es nuevo, cada revolución industrial ha empezado igual, con el mismo dolor de estómago. Cuando llegó la electricidad, los talleres apagaron velas y encendieron turnos, y el miedo no desapareció, solo cambió de forma y de sonido, del rumor del telar…, al zumbido del motor. Después vino Internet, y otra vez el vértigo, todo avanzaba y las personas corrían detrás, convencidas de que llegaban tarde.
Nos pasa ahora, sucede dentro de la cabeza, transforma los hábitos y comprime el tiempo. En Europa, apenas un 13,5% de las empresas con más de diez empleados utilizaban tecnologías de IA en 2024, según Eurostat, y a nivel mundial la Organización Internacional del Trabajo calcula que uno de cada cuatro empleos está potencialmente expuesto a la inteligencia artificial generativa. Un análisis del CEPR (Centre for Economic Policy Research, un organismo europeo de investigación económica) estima que entre el 23% y el 29% del empleo europeo se encuentra en ocupaciones altamente expuestas a la automatización. Transformados, no destruidos. McKinsey recuerda que, desde los años ochenta, por cada puesto automatizado se han creado casi seis nuevos (el problema no es la pérdida…, es la transición sin mapa)
La IA no solo automatiza tareas, también marca el ritmo, nos devuelve minutos, pero nos roba la coartada de no tenerlos, y entonces repetimos la misma idea, casi sin pensarla: “no tengo tiempo”. Aunque lo que en realidad falta es calma para volver a aprender.
Decimos que la inteligencia artificial nos quita trabajo, pero lo que realmente nos quita son certezas, nos obliga a preguntarnos cuánto de nuestro valor está en el esfuerzo…, y cuánto en la manera en que pensamos o asimilamos lo nuevo (y ahí duele, porque no hay actualización que arregle eso).
Vivir fascinado por la IA y la tecnología no libra de sentir esa mezcla entre asombro y cansancio, entre entusiasmo y duda, como si el futuro llegara cada mañana con el asunto “urgente” en la bandeja de entrada (a veces pienso que el verdadero ruido no está en las máquinas, sino en quienes las usan).
La IA aprende de las personas…, pero también las personas aprenden de ella, enseña a observar mejor, a elegir con criterio, a pensar con más claridad, y recuerda que el valor no está en repetir, sino en imaginar (y que lo más difícil de esta revolución no es comprender la máquina, sino reconocerse a través de ella).
Podríais decirme que no todos parten del mismo estadío, y tendríais razón, por eso no basta con pedir curiosidad individual, hacen falta proyectos de aprendizaje reales, oportunidades concretas para volver a formarse y tiempo para hacerlo sin robar horas al descanso (sin eso, pedimos un salto…, sin poner red). Pero hay algo más, algo que no aparece en los informes, ese “no tengo tiempo” se parece demasiado a “no quiero volver a empezar”, y ese miedo tan pequeño y tan humano es el que realmente nos frena.
La IA no viene a juzgar, viene a reflejar, nos muestra lo que somos cuando el miedo gana, cuando preferimos la prisa a la pausa, la urgencia a la intención, la comodidad a la curiosidad. Quizá lo que la IA ve cuando nos mira no sea el futuro, sino la velocidad a la que dejamos de aprender (y si hay algo que de verdad asusta a la inteligencia artificial, no es la creatividad humana…, es nuestro pavor a usarla). El tiempo está ahí, esperándonos, la pregunta es si estamos dispuestos a utilizarlo para que la IA nos ayude.