Letras libres

¿Qué es verdad?

Hace unos días, indagando sobre la vida de Miguel de Unamuno, encontré un artículo suyo titulado “¿Qué es verdad?” publicado en marzo de 1906 en La España Moderna. Un texto de una época pasada que me recordó inevitablemente a la actual. Escribía Unamuno: <Y en este horrible fangal de mentira y de cobardía se oye de vez en cuando: “¡Hechos! ¡hechos! ¡hechos! ¡Nada de palabras!” Y el hecho supremo, el gran hecho, el hecho fecundo, el hecho redentor, sería que cada cual dijese la verdad. Y todavía hay miserables que, no atreviéndose a defender la mentira, la hedionda mentira, tratan de hacerla pasar por ilusión y nos hablan de poder de ésta y del alivio que se procura uno tratando de engañarse a sabiendas>.

No le faltaban a Unamuno sentencias claras y lapidarias, “no es el error, sino la mentira, lo que mata el alma” o “la muerte es la mentira, y la verdad es la vida. Y si la verdad nos llevara a morir, vale más morir por verdad, morir de vida, que no vivir de mentira, vivir muriendo”.

La desinformación, como ya advertía el escritor en 1906, no es un fenómeno nuevo. Sin embargo, ha adquirido hoy una escala e impacto inédito. En este escenario, tanto el Gobierno como los medios de comunicación tienen su respectiva responsabilidad porque, si se difuminan los límites entre opinión e información, o entre hechos reales y manipulados, ¿quién establece qué es verdad? ¿Cómo distinguimos una fuente fiable de una fábrica de noticias falsas?

Las plataformas digitales también deben asumir su parte. En este auge de las redes sociales, donde cualquiera puede difundir contenido, esta cuestión se vuelve más importante que nunca. Allí, todos somos emisores, pero no todos asumen la responsabilidad de lo que difunden. Y ese es otro problema añadido a algoritmos que premian el escándalo, la tentación a sacrificar el rigor por el sensacionalismo o audiencias que buscan reafirmar sus propias creencias. Lo que crea un terreno fértil para la desinformación, que triunfa con facilidad.

Nos hallamos en una época de confusión. La libertad de expresión y de opinión, pilares de la democracia, se han convertido en coartadas perfectas para justificarlo todo, desde el puro desconocimiento hasta la mentira más evidente. Se difunden datos inventados o, con suerte, medias verdades. Se habla durante semanas de escándalos, pero se guarda silencio cuando se archiva la causa o cuando caen por su propio peso. Todo se cuestiona y se pone en duda, pero no desde el pensamiento crítico, que ojalá, sino desde la ignorancia sabihonda más arrogante o la mentira.

Porque un bulo no es una opinión. Un infundio construido con intención de manipular no está protegido por la libertad de expresión. Y aunque pueda parecer evidente, no es lo mismo opinar que mentir. Las mentiras tienen consecuencias: polarización, desconfianza y deterioro de las instituciones, discusiones estériles o incapacidad para distinguir la realidad. Estoy convencido de que todos saldríamos ganando si asistiésemos a debates limpios, constructivos y libres de estridencias desde el respeto a la pluralidad ideológica, que es una verdadera riqueza.

El problema surge cuando una opinión personal se convierte en pretexto para decir cualquier cosa, incluso lo que es objetivamente falso. En estos casos, más que ejerciendo un derecho, se está abusando de él. Y lo preocupante es cómo se concede cada vez más espacio a este tipo de discursos, equiparando la opinión a la distorsión de la realidad. Es en ese justo momento, en el silencio cómplice de los medios, donde nuevamente aparece Unamuno cuando afirmaba que “A veces, el silencio es la peor mentira”.

La solución no es sencilla. Se trata de preservar el derecho colectivo a una información veraz, proteger la crítica, el humor e incluso el error, pero también de exigir responsabilidad cuando se difunden bulos con consecuencias sociales. Construir una cultura democrática y transparente de la información, en la que la ciudadanía cuente con herramientas que le permitan distinguir entre una opinión legítima y un engaño, consciente o no.

Defender la libertad de expresión no puede implicar renunciar al derecho colectivo a la verdad. Porque si todo vale, nada importa. Y si permitimos que la mentira se imponga en nombre de la libertad, pronto no nos quedará ni verdad, ni libertad, ni democracia que defender.