Progreso técnico y contrato social
Progreso técnico y cambio tecnológico, con la racionalización social que conllevan, generalmente provocan, en un primer tiempo, efectos económicos desestructuradores social y políticamente desestabilizantes. El desarrollo de una parte del mundo, no sin revoluciones y tensiones sociales y culturales, ha acarreado el subdesarrollo del resto al menos durante la etapa colonial o neocolonial. Hemos olvidado sus terribles hambrunas y miseria, pero el caso de la India (bien analizado en su primera fase colonial por Marx), reputada por su riqueza antes de la colonización inglesa, es paradigmático.
La independencia, después de la Segunda Guerra Mundial, condujo a numerosos países a sufrir tiranías y dictaduras terriblemente sanguinarias con miseria y caos que no existían con las potencias coloniales extranjeras. Desde entonces, algunos estados parece que no van a salir nunca de la anarquía caótica si no son tutelados desde el exterior con mano de hierro, sin paternalismo, en nueva forma de protectorado no esclavista, altruista, que someta a las élites locales corruptas, sin imponer forzosamente los valores occidentales antes de que pase mucho tiempo. A los fastos de la independencia de Senegal, Sédar Senghor invitó a su amigo Louis Armstrong. Preguntado qué opinaba, Not yet ready (Aún no estáis preparados) respondió Armstrong. Pues bien, hoy Senegal tiene peor administración pública que cuando era colonia francesa. Qué decir de Haití.
Con todo, más problemático es que la simple manifestación del progreso técnico y la modernidad ha desestructurado sociedades tradicionales sin suministrar los medios de reconstruirse sobre otras bases. Una obra civilizadora fracasada, en suma. La falta de medios no se resiente de la misma forma en el chabolismo de aluvión de una gran ciudad sudamericana que en una aldea rural donde la pobreza es una forma de austeridad, la norma desde siempre. Hasta la medicina que buscaba ayudar a la población ha empeorado su condición, a veces, por la explosión demográfica.
Impactante y paradójico es el resultado del progreso técnico y económico con efectos perversos. En 2015, la Real Academia Sueca de Ciencias galardonó al economista británico-estadounidense Angus Deaton con el Premio del Banco de Suecia en ciencias económicas en memoria de Alfred Nobel. La obra que sintetiza el pensamiento de Angus Deaton es The Great Escape. Health, Wealth and the Origins of Inequality (2013) En ella analiza el progreso como una sucesión de transiciones tecnológicas que mejoran en el largo plazo productividad y salud individuales liberando paulatinamente a los seres humanos de pobreza y enfermedad. No obstante, esta dinámica no es uniforme lo cual contribuye -también en un contexto de progreso generalizado- a que el foso que separa los niveles de vida se ahonde hasta que una nueva ola tecnológica genere otro salto.
El punto más controvertido del pensamiento de Deaton -que lo convierte en un heterodoxo casi inclasificable- es el concerniente a las inversiones en los países menos avanzados. Las ayudas de este tipo, en su opinión, son inútiles y hasta desaconsejables. Es decir, hay que ayudar, sí, pero indirectamente. Al lado de exitosos programas de ayudas al desarrollo en el pasado -en Corea o Singapur- se observan casos abundantes de aumento de desigualdades. Por supuesto, el enfoque de Deaton cuenta con numerosos adversarios. El principal es Bill Gates que por medio de su Fundación realiza importantes inversiones directas con ánimo altruista, sin duda, pero cuyos efectos globales son difíciles de apreciar. Deaton afirma, con otras palabras, que las ayudas que intentan aumentar el PIB per cápita en esos países pecan de neocolonialismo cultural irracional al querer imponerles la forma de vivir del consumismo occidental, obligándolos a entrar en un proceso que no favorecerá el aumento del bienestar subjetivo de la población. Lo cual generó a Deaton un odio feroz por parte de los indignaditos que viven a cuerpo de rey colaborando, es un decir, en conspicuas ONGs. Entre desorbitantes gastos de funcionamiento, tarjetas platino del staff y los jets privados para desplazamientos y alojamiento en hoteles 5 estrellas, las mordidas al correspondiente ministro africano o latinoamericano, el impuesto revolucionario que aplica el policía que vigila la distribución del arroz en la aldea, etc., de cada cien quilos en valor captados por las ONGs a ingenuas viejecitas donantes o a gobiernos con gastos comprometidos para el lavado de cara frente a la opinión pública manipulada por el Absolutismo del Bien, le llegan al africano o sudamericano de turno dos quilos. Así, claro, todos quieren venir a Europa.
Sucede que en Europa el contrato social que justificaba la economía de mercado se cuartea. El liberalismo, tomado en bloque, tampoco es la ideología que corresponde óptimamente a la tecnología del siglo XXI aunque mantenga aspectos adaptativos. La razón es simple y, como siempre, procede del cambio tecnológico: la economía numérica y nuevas tecnologías han roto el contrato social que justificaba el liberalismo. El progreso técnico de los dos últimos siglos posibilitó un contrato social que las innovaciones en curso están desbaratando, sin que nadie vislumbre nítidamente hacia dónde nos dirigimos, habida cuenta que ni siquiera un puesto de trabajo garantiza condiciones de vida dignas. Hace cincuenta años, un perito mercantil recién titulado encontraba trabajo fácilmente en una entidad financiera que le proponía un salario digno durante toda la vida laboral. Hoy, raro es el licenciado en económicas que lo consigue. En nuestro tiempo, muchas formaciones que garantizan un puesto de trabajo bien remunerado no son gratuitas. En EE.UU, el endeudamiento de estudiantes es estratosférico, deberán trabajar durante años para pagar los préstamos.
Paralelamente, el empobrecimiento de amplios segmentos de población laboral es tan notorio que en la UE, EEUU, Reino Unido, etc., se han llevado a cabo substanciales revalorizaciones del salario mínimo. No obstante, el salario mínimo es un freno a la demanda de trabajo menos cualificado lo cual empuja a reducir las cargas sociales de las empresas y deteriora las cuentas del Estado. La revolución tecnológica en curso se caracteriza, en los países occidentales, por aumento del PIB per cápita y descenso de la tasa de empleo y del salario mediano en términos reales. Durante doscientos años esos indicadores crecían con la producción global pero se han estancado desde hace veinte años si creemos las estadísticas estadounidenses. En consecuencia, es bien posible que en el futuro muchas personas vean progresivamente deteriorarse sus condiciones de vida al tiempo que el PIB per cápita aumenta. El significado de todo ello es que no se cumple el contrato social implícito del capitalismo que, durante un par de siglos, permitió que el progreso técnico favoreciera a todas las clases sociales. En España, con disminución de productividad, el PIB crece en términos absolutos y nominales (no per cápita) por aumento de la población (extranjera, sobra decir) Necesitamos 200.000 ingenieros para los próximos diez años ¿De dónde van a salir?
Un enfoque optimista (probablemente irrealista) es que los graves desafíos que encara la humanidad se resolverán precisamente con más progreso técnico. Ahora bien, las mutaciones tecnológicas en curso no tienen precedente y pueden llevar a una discontinuidad histórica. Las soluciones circunstanciales serían falsas esperanzas y pueriles ilusiones: por un problema resuelto siempre aparecerán dos (incluso consecuencia de la solución encontrada). Bien lo vemos con la inmigración: soluciona un problema y crea tres. No empece, seamos claros, el problema de fondo no es la inmigración: es la demografía. Y la ruptura del contrato social que agavillaba a los trabajadores en una clase común.