Poblar la tierra
¿Cuánto pagan las celebridades por el “front page” de los servidores de Internet? Desde hace varios años, antes de entrar en materia –correos, trabajo, literatura- padezco la imagen de Jennifer López en algún nuevo acontecimiento de su tierna vida. La última francamente, me hizo preguntar quiénes escriben estas notas frívolas, con tan vasto desconocimiento del idioma: “La raja de su falda arrasa en la Gala Time 100…” Literal. ¿Raja?, pensé si sería mejor abertura u obertura, tratándose de su nuevo rol de cantante. Hubiera quedado mejor en argot porteño: “La tapiadura…”
Lo cierto es que la creación del diseñador que citan ahí, un tal Zuhair Murad, quedó en la más perfecta plebeyez. Qué tal. Raja.
Sin más rodeos, acabo de enterarme en Tumaco, por un pariente del escritor William Vega, que existen “hijos de escrúpulos”. En la playa del Morro, costa del Pacífico colombiano, preguntamos de qué se trataba y lo explicó: “En el pasado (primera mitad del siglo XX), las parturientas del Pacífico debían guardar 40 días de “dieta”, en los cuales, por la debilidad de la madre invicta, debía consumir diariamente caldo de gallina saratana. A esa cuarentena, se sumaban 40 días más de “escrúpulos”, o sea, esa etapa en que la mujer no puede ver ni pintado al marido, por el asco que le produce tenerlo cerca…” (esto desde luego no es una circunstancia exclusiva del Pacífico. Es universal. Después de dar a luz, la mujer se abstiene de relaciones con su cónyuge, por un tiempo prolongado).
El varón, desesperado, por casi 100 días de abstinencia, salía a buscar lo que no se le había perdido. En esa búsqueda, otras mujeres iniciaban nueve meses de espera. Eran, así lo afirmó, “los hijos de escrúpulos”, reconocidos de esta manera por quienes enterados estaban de la soledad del mancebo.
Algo más se suma a los mitos e historias del litoral. Escuchándolo, vino a mi memoria el relato de mi abuelo, tan parecido al de Gabo, de un ángel que cayó una vez en una azotea de Barbacoas. El ángel de Gabo era medio sueco, y este de las orillas del Telembí parecía un gringo borracho. Pienso, con algo de compasión, que la gente ha debido curarle el ala y soltarlo después desde un balcón de aquellos en los que los ebanistas hacia florituras de chachajo. Pero, lo apalearon. Creo que en su caída apachurró varias gallinas. Esto en los campos colombianos es gravísimo. Recuerden que Marulanda Vélez, a quien llamaban “Tirofijo” armó una guerra de 50 años por unas gallinas y unos cerdos que le diezmaron. Así lo confesó.
Claro que en la Colombia de las primeras décadas del XX, las mujeres que tenían relaciones con sacerdotes se convertían en mulas. Entraban emperifolladas por la sacristía y salían al día siguiente trotando por las calles empedradas. A veces las reconocían porque dejaban a su paso un dulce aroma de regaliz.
Desde niño oí hablar de la Escuela de Brujas de Panamá, la misma que aparece en mi novela “El chachachá del diluvio”, premiada en España, o de La Tunda, una mujer de los manglares que se llevaba a los niños monte adentro, y era preciso ir a buscar al infante con una banda de bombo, platillo y clarinete, en la que debía marchar también el padrino de la criatura. Para “desentundarlo”.
En esto de poblar la tierra, los hijos de Noé, Sem, Cam y Jafet, no advirtieron, después del diluvio, cuánto desorden y cuántos mitos sobrevendrían.
En Colombia terminó hace muchos años la diferencia entre “hijos legítimos” -del matrimonio- e “hijos naturales”. Hoy, ambos tienen los mismos derechos ante la ley. Incluidos los “hijos de escrúpulos”.