Cuando fuimos peces

Pisando charcos

Hay deportes que no necesitan estadio ni árbitro, y uno de ellos es el noble arte de pisar charcos. De niño, tras cada lluvia, me lanzaba a esa disciplina olímpica de barrio: saltar sobre el agua, salpicar a los colegas y terminar empapado como si hubiera entrenado para cruzar el Amazonas.

El regreso a casa era siempre un ritual: mi madre, zapatilla en mano, me recibía con la frase litúrgica: “Espera, que te voy a sacudir el barro”. Yo, veterano en esas lides, arrancaba a correr alrededor de la mesa del comedor mientras ella me perseguía con el consabido consejo: “Espera o será peor”.

La escena concluía cuando le cogía la vuelta y me abrazaba por detrás a sus rodillas, envueltas en bata acolchada. Entonces, entre resoplidos, se tranquilizaba y me soltaba la sentencia final: “Que sea la última vez”. Nunca lo fue.

Hoy sigo practicando el deporte, pero en versión dialéctica. Mi compañero de charcos —al que llamaré XXL, por razones de talla y discreción— y yo ya no chapoteamos en agua, sino en política. En nuestra última “pisadura” debatimos sobre el panorama nacional, cada cual desde su esquina ideológica. Yo, cada vez más “entreverado”, como el jamón con su puntito de grasa; él, fiel a la magra seca, sin concesiones.

Le confesé mi desencanto por mis elecciones anteriores —y que no volvería a repetir; antes me arrancaba una ceja—. La musa que antaño soñaba que sería la primera presidenta de la Tercera República se me había desvanecido, convertida en una especie de doña Rogelia travestida de Barbie. XXL, pese a encontrarse en el rincón diagonalmente opuesto de su cuadrilátero ideológico, me reveló su entusiasmo por dos damas de la derecha: una con pasado de “pájara” militar y otra con mando en la Villa y Corte, y alrededores. Según él, ambas tenían “tres revolcones”, como el cocido madrileño.

Yo, pedagógico, le corregí: “Hombre, XXL, el cocido tiene tres vuelcos: sopa, legumbre y carnes”. Y él, imperturbable, me replicó: “Pues lo que te estoy diciendo, tres revuelcos”. En fin. Para él, la perra gorda.

Ambos coincidimos en nuestra simpatía y admiración por un político periférico, con apellido digno de príncipe del arrabal y paladín de la picardía. XXL, fiel compañero de charcos, compartió mi visión novelada de una sesión en el Congreso de los Disputados… y diputadas.

Imagina la escena: el maestro llega a la tribuna con aire torero, como quien se dispone a brindar faena. En el gesto solemne de dejar el capote de paseo sobre la barrera, aparece el ujier con el reglamentario vaso de agua. Entonces, con calma y torería, el maestro le suelta:

“Escolta, nen, llévate eso y tráeme un cubata… de ron. Si es blanco, con poca cola, solo para darle color. Y si es añejo, sin cola, que el color ya lo trae de fábrica”.

La escena, entre sainete y esperpento, resumía a la perfección esa mezcla de desparpajo y picardía que tanto nos divierte cuando chapoteamos en los charcos dialécticos. Así terminó la sesión: chipiados de palabras, embarrados de ironías y con la promesa de volver a saltar en más charcos otro día. Porque, al fin y al cabo, pisar charcos es la única gimnasia que nos mantiene vivos, aunque sea de risa.