De patas para arriba
Hace años leí a Galeano decir que el mundo andaba de pata pa’ arriba. Una frase que en su momento sonaba poética, casi como una exageración de poeta con resaca, pero que hoy, mientras escribo esto con el aire acondicionado escupiendo calor y un mosquito del tamaño de un dron de la OTAN rondándome la oreja, suena más como una condena definitiva.
La guerra en Ucrania sigue como si fuera una serie mala de Netflix que nadie se atreve a cancelar porque el presupuesto ya está gastado y hay demasiados países comprometidos con el guion. Europa la mira con cara de preocupación postiza, como quien se entera de que su edificio está en llamas, pero aún le quedan tres capítulos de su serie favorita. Todos saben que esa guerra no les beneficia, pero tampoco quieren parecer los primeros en decirlo en voz alta.
Mientras tanto, Trump ha vuelto a jugar a pirata en el Caribe. Sus barcos persiguen lanchas con droga como si fueran tiburones patrullando Disney World, y él, desde su torre dorada o desde donde sea que tuitee ahora, cree que está salvando al mundo con un arancel en una mano y una sanción en la otra. Es como si hubiera mezclado Rambo con El Padrino y se creyera ambos.
En la ONU siguen reuniéndose, claro. Todos bien planchados, bien maquillados, soltando discursos de manual que no solucionan nada pero que suenan estupendos en la televisión internacional. La Asamblea General se ha convertido en una vitrina global donde cada país exhibe sus traumas como si fueran trofeos, mientras por debajo de la mesa negocian quién bombardea a quién la semana que viene.
Y Petro, siempre listo para ser trending topic, decide jugar al sheriff mundial: insulta, se indigna, y hasta se da el lujo de ir a un mitin político en pleno centro de New York. Uno ya no sabe si está gobernando o interpretando un monólogo en el teatro de lo absurdo. Su política exterior parece escrita en caliente, con los dedos manchados de café y rabia.
Pedro Sánchez, por su parte, sigue haciendo visitas fantasmas a esta isla de Santo Domingo como si le tuviera cariño al sancocho y al anonimato. Nadie lo ve llegar, nadie lo ve irse, pero siempre hay rumores de que estuvo. Un presidente flotante, de esos que aparecen en fotos, pero no en los registros de migración.
Y aquí estoy yo, en Punta Cana, donde Villarejo, que técnicamente sigue siendo mi vecino, no aparece desde que acabó entre rejas por grabar al rey emérito como si estuviera produciendo un pódcast clandestino. Su villa sigue ahí, abandonada, con el césped más alto que el alquiler y unas cámaras que apuntan a la nada, como si esperaran su regreso triunfal. El jardinero sigue yendo, eso sí, como si creyera de verdad que algún día le van a pagar. Pero Villarejo no vuelve, y los secretos de Estado aquí los guarda la humedad.
Así que sí, Galeano tenía razón. El mundo está de patas para arriba. Y si no lo está, venga usted, tráigame pruebas, y dígamelo a la cara. Pero con argumentos, no con frases bonitas. Porque a estas alturas, uno ya no se fía ni del silencio.