Paleoarte: cuando la ciencia pide pinceles prestados (ManoloBooks)
En estos días de parabienes y agradecimientos —que si la salud, que si el dinero, que si el amor— yo, que ando más bien escaso de esas simplezas tan sobrevaloradas, he decidido dar gracias por lo que de verdad me sostiene en estos andurriales: la amistad de buena gente y la capacidad de asombro, que todavía me queda y no pienso devolver. Y este año, además, ambas me han llegado por duplicado. Resulta que acabo de descubrir, con la boca abierta y el alma entretenida, la cantidad y calidad de artistas que se dedican al noble y didáctico oficio del paleoarte. Y todo gracias a Manolo y sus books, que me han regalado un viaje inesperado. A Manolo ya lo conocía de otras navidades, pero este año lo he metido definitivamente en la mochila de buena gente amiga que voy recopilando, como quien junta fósiles sentimentales.
El paleoarte nació como una forma de mirar hacia atrás sin romperse el cuello. No se trata solo de pintar bichos enormes y ya extinguidos: es reconstruir, con la delicadeza de quien monta un esqueleto frágil, cómo pudieron moverse, respirar o incluso discutir entre ellos esas criaturas que poblaron la Tierra mucho antes de que existieran los lunes. Quien se dedica a este oficio camina por una cuerda floja tendida entre la estética y la ciencia. Cada trazo es una hipótesis; cada sombra, un pequeño acto de fe. Y gracias a ellos podemos asomarnos a mundos que jamás veremos, salvo en sueños o en museos con buena iluminación.
Cada ilustración es una puerta abierta a un territorio imposible: selvas donde criaturas emplumadas corretean entre helechos gigantes, llanuras donde colosos herbívoros mastican sin prisa, mares donde reptiles que no eran peces nadan como si lo fueran. Es lo más parecido a viajar en el tiempo sin necesidad de inventar una máquina ni de discutir con paradojas temporales.
Si hoy imaginamos el gesto de un tiranosaurio o el plumaje de un pequeño depredador del Cretácico, es porque paleontólogos y artistas han unido fuerzas. Unos ponen los huesos; los otros, la carne, la piel y el carácter. Es una alianza curiosa: el científico mira el fósil y el artista mira al científico, intentando traducir silencios de millones de años.
Y aun así, sabemos muy poco. Los expertos calculan que solo hemos encontrado una mínima parte de todas las especies de dinosaurios que existieron. Miles de criaturas esperan bajo tierra a que alguien tropiece con ellas. Cada hallazgo abre nuevas preguntas: qué comían, cómo cortejaban, si corrían como atletas o como patosos encantadores. La paleontología avanza a golpe de curiosidad, imaginación y mucha paciencia.
Lo cierto es que nuestra fascinación por estos reptiles es inagotable. Grandes o pequeños, con dientes o con pico, con plumas o con escamas, siguen conquistando nuestra imaginación. Y no vienen solos: pterosaurios, cocodrilos ancestrales y otros parientes lejanos completan un Mesozoico que, visto desde aquí, parece más animado que muchas sobremesas familiares.
Al final, entre tanta criatura extinta y tanto artista que las resucita, uno descubre que el mundo sigue siendo un lugar sorprendente, incluso para quienes vamos ya por la prórroga vital. Si quieren saber más, hablen con Manuel Muñoz Farriols. Yo ya lo he adoptado como guía mesozoico personal, y no pienso devolverlo.