Crónicas de nuestro tiempo

Las navidades de unos y de otros

Cuando gobierna la derecha, las ciudades pueden gustar más o menos, pero la Navidad sigue siendo Navidad.

Luces, estrellas, destellos más modernos o más clásicos… pero al menos uno reconoce el espíritu que generaciones enteras han celebrado. Es cierto que incluso los gobiernos conservadores han ido sustituyendo simbología religiosa por elementos más decorativos -vidrios, figuras estilizadas, diseños “creativos”-, pero nunca han tenido la osadía de desmontar de raíz el alma de la tradición.

Muy distinto fue el espectáculo bochornoso que padeció Madrid bajo el mandato de Manuela Carmena. Todos recordamos aquel intento forzado, empalagoso y artificioso de “reinterpretar” la Navidad, como si la ciudad fuera un taller de experimentos sociológicos.

Aquel desfile de personajes étnicos sin conexión alguna con el imaginario navideño español solo reflejaba el objetivo obsesivo de la exalcaldesa: reconvertir la tradición religiosa en un escaparate ideológico de izquierda alternativa,  más cerca del infierno que del cielo.

Atea por convicción, rebelde por necesidad de protagonismo y de moral discutida por sus propios actos, Carmena se permitía acudir a prisiones disfrazada con mallas y maquillaje estrafalario, según relatan quienes la vieron.

Al frente del Ayuntamiento entre 2015 y 2019, pese a negarlo, promovió un discurso “inclusivo” que en realidad era excluyente de todo lo tradicional. 

Apagó belenes, desterró símbolos cristianos, sustituyó imágenes clásicas por alegorías de estética antisistema, LGTBIQ+, Woke, anarquista o simplemente estrafalaria. Una resentida  para degenerados.

Mientras Madrid necesitaba limpieza, seguridad, transporte y vivienda digna, ella se entretenía cambiando nombres de calles y reescribiendo, a brochazos, años de historia madrileña. ¿El colofón del disparate? Aquella antológica cabalgata con las “reinas magas” -resucitadas del cuento infantil de Gloria Fuertes-, que convirtió una tradición milenaria en una parodia multicultural mal ensayada.

La diferencia es evidente para cualquiera que no viva en galaxias paralelas:
La derecha podrá ser “cayetana”, pero respeta los principios, la tradición, la convivencia y el sentido común.
La izquierda radical, en cambio, vive en permanente rebeldía contra todo lo heredado. Es resentida en lo simbólico, violenta en lo cultural, reformista sin criterio y errática en su concepción de lo que significa progreso. Y, sobre todo, profundamente equivocada al pretender destruir lo que sirvió para construir lo que tenemos y tendriamos mañana.

Porque mientras la izquierda gobierne, seguirá fraguándose esa voluntad de disolver toda reminiscencia de un pasado glorioso. Y el método es claro: la multiculturalidad entendida no como convivencia, sino como dilución programada de la identidad cultural propia.
Una mezcolanza ilimitada de tradiciones contradictorias que pretende convertir la vida pública en un escenario almodovariano donde “todo vale”, siempre que sirva para romper el orden, sembrar discordia, enfrentar géneros, desarraigar a la población de sus costumbres y enaltecer las conductas antisociales.

Todo ello forma parte de una estrategia perfectamente engrasada para moldear a las nuevas generaciones:
– Donde Dios es sustituido por el líder político.
– Donde el Rey es sustituido por el líder político.
– Donde la esperanza, el consuelo y el futuro dependen del líder político.

En definitiva, una sociedad orwelliana, un Estado totalitario que se disfraza de modernidad pero que se caracteriza por la vigilancia masiva, la manipulación permanente de la verdad, la ingeniería lingüística, la propaganda emocional y el control psicológico del ciudadano. Un régimen que asfixia la individualidad y se alimenta del miedo y la desinformación.

Y así, mientras unos celebran la Navidad con fraternidad, respeto y memoria, otros la utilizan como campo de batalla cultural para imponer su utopía distópica a golpe de decreto, desfile y pancarta.