En la naturaleza, la fragilidad tiene un precio
Entre los pingüinos emperador, por ejemplo, cuando nacen dos polluelos, solo uno tiene posibilidades reales de sobrevivir: el primero en romper el cascarón es más fuerte, más rápido para pedir alimento, más resistente al frío, y el segundo, apenas horas más joven, suele quedar atrás. Y no es un caso aislado: muchas especies actúan bajo esta misma ley. Las cerdas apartan al lechón más débil; las perras —sobre todo las primerizas — pueden ignorar a la cría enferma; las gacelas abandonan al cervatillo que no logra incorporarse; y numerosas aves dejan de alimentar al polluelo más pequeño. Es la lógica dura y antigua de la selección natural: la supervivencia del más apto.
Durante siglos, los seres humanos también imitaron esta lógica implacable. En la antigua Roma existía la práctica de la expositio: el abandono de recién nacidos considerados “no aptos” o nacidos con deformidades, una costumbre amparada por el pater familias y por leyes tan antiguas como las Doce Tablas, que autorizaban eliminar a los niños nacidos con malformaciones. Plutarco describe un caso aún más extremo en Esparta, donde los ancianos examinaban a cada recién nacido y, si lo juzgaban débil o enfermo, lo llevaban al barranco del Taigeto para abandonarlo en el lugar llamado Apothetas. En Roma, aunque menos ritualizado que en Esparta, los abandonos solían ocurrir en zonas marginales como la colina del Esquilino, asociadas a basureros, tumbas pobres y fosas comunes. La fragilidad se veía como una amenaza, no como un llamado a la compasión, la empatía o la ayuda.
Sin embargo, la humanidad ha ido trazando otro camino. Uno que contradice las leyes naturales más severas y que redefine la palabra “evolución”.
Pienso en Emilio —nombre cambiado por privacidad—, un niño al que ayudé a cuidar en el colegio donde trabajé. Nació con hidrocefalia y, aunque nunca aprendió a hablar ni a escribir, fue uno de los maestros más silenciosos y luminosos que hemos tenido.
En la cafetería, los niños le cedían el primer lugar en la fila sin que nadie se los pidiera. Sabían que le fascinaban los cochecitos y, por eso, le llevaban de regalo uno cada cierto tiempo… hasta que Emilio llegó a formar una colección que era su pequeño tesoro.
Un día su abuela me habló de él con lágrimas en los ojos.
—No habla —me dijo—, pero yo sé que me entiende.
Vivo muy lejos, y una vez le dije a Emilio que mi cochecito favorito, entre los cientos que guarda, era uno blanco con mínimos detalles. Meses después, cuando regresé a visitarlo, se fue directo a su caja de juguetes. Revolvió, buscó, apartó… hasta que encontró el cochecito blanco. Me lo llevó a las manos. Ese gesto era su manera de decir: te recuerdo, te doy la bienvenida.
A veces, lo esencial no necesita palabras.
Emilio nos enseñó paciencia, la alegría de los pequeños logros, la compasión que no presume, la belleza que no compite, los límites borrosos de lo que llamamos “normalidad”. Nos enseñó a dar sin esperar nada a cambio. Y nos sigue enseñando, aun en la distancia.
Quizás la verdadera evolución humana no esté en la fuerza, ni en la destreza, ni en la supremacía del más apto. Quizás nuestra gran revolución —esa que nos separa de las antiguas colinas romanas— ha sido aprender a proteger a quienes la naturaleza considera vulnerables.
Cuidar a nuestros más frágiles no va contra la evolución: la redefine. La hace más alta, más ética, más nuestra.
La naturaleza también cambia, se adapta, muta. Nosotros también. Y en esa mutación de valores encontramos la prueba más hermosa de que seguimos creciendo como especie.
Esta columna no pretende ser un artículo científico ni basarse en el método empírico. Es, simplemente, la historia de Emilio y el legado invisible que deja en quienes tuvimos el privilegio de acompañarlo. Es un recordatorio de que, en este mundo, las fronteras —entre la palabra y el silencio, entre lo fuerte y lo frágil, entre lo normal y lo distinto— siguen desdibujándose.