Narcos en Colombia: el amparo del Estado
En Colombia, cuando se menciona el nombre de Diego Fernando Murillo Bejarano, alias Don Berna, aparece el eco de miles de víctimas que quedaron en su camino. No fueron cifras frías: son madres que buscan a sus hijos en las laderas de Medellín ó campesinos de Córdoba que dejaron su tierra con lo puesto ó adolescentes marcados a cuchillo como si fueran reses.
Don Berna, el hombre que un día fue guerrillero del EPL y luego jefe paramilitar terminó en una celda de Estados Unidos, lejos de la riqueza que acumuló, rodeado apenas de su deteriorada salud y de un prontuario imposible de borrar. Hoy, en prisión, enfrenta problemas de salud: le amputaron una pierna, sufre de prediabetes y dolores crónicos e intenta, con un abogado costoso, obtener beneficios humanitarios, aprovechando que el gobierno colombiano lo acreditó como “gestor de paz”. Su nombre ahora no es el de un pistolero con poder, sino el de un preso despreciado.
La historia de Don Berna no es solo la biografía de un criminal. Es también el espejo incómodo de un país —y de una región como Antioquia— que permitió que jóvenes sin oportunidades encontraran en la violencia y el narcotráfico un ascenso social, y que políticos y empresarios sin escrúpulos aprovecharan esa violencia para enriquecerse a la sombra de la legalidad.
Murillo nació en Tuluá, Valle, en 1961. Muy joven se unió al Ejército Popular de Liberación (EPL), donde supuestamente abrazó la causa revolucionaria. Sin embargo, las contradicciones internas y la promesa del dinero fácil lo llevaron a dar el salto: del discurso contra el Estado pasó a la economía ilegal y de guerrillero pasó a sicario, y de matón a sueldo a capo del narcotráfico, primero bajo la órbita del Cartel de Medellín y más tarde como jefe autónomo.
En ese tránsito creó una de las estructuras más temidas: la Oficina de Envigado, que combinaba extorsión, cobros, sicariato y control social: se vistió de camuflado como comandante paramilitar de los bloques Cacique Nutibara, Héroes de Granada y Héroes de Tolová, responsables de desplazamientos, desapariciones y masacres.
En ese laberinto de horrores, basta nombrar hoy La Escombrera, en la Comuna 13 de Medellín, para entender la desgracia de la anomia ciudadana. Allí, decenas de víctimas fueron sepultadas clandestinamente en operaciones de limpieza social y control territorial. Familias enteras llevan dos décadas buscando a los suyos bajo toneladas de tierra y basura.
En Córdoba y Urabá, las comunidades recuerdan los desplazamientos masivos; en Itagüí y San Cristóbal, los asesinatos selectivos. Según los expedientes de Justicia y Paz, a Murillo se le han atribuido más de 1.700 hechos delictivos con casi 2.000 víctimas directas y miles de indirectas. No fueron daños colaterales: fueron crímenes planificados para sostener un imperio apoyado por los señoritos de la guerra.
La justicia ha documentado casos emblemáticos que resumen la sevicia del poder paramilitar. Una adolescente, cuyo testimonio fue recogido por la Fiscalía, relató cómo fue marcada en la piel con las iniciales AUC después de sufrir violencia sexual. Deportistas, comerciantes y líderes comunitarios fueron asesinados por negarse a pagar extorsiones o por no alinearse con el nuevo orden. Es la historia de lo que se pierde cuando la ilegalidad gobierna: proyectos de vida rotos, comunidades desmembradas, generaciones enteras condenadas al miedo.
Sería ingenuo pensar que Diego Fernando Murillo actuaba solo con fusiles y sicarios. Su éxito se explica también por la articulación con políticos, empresarios y funcionarios públicos que vieron en él un socio. Desde alcaldías hasta ministerios, pasando por fuerzas de seguridad y aduanas en distintos gobiernos y personajes amparados en la guerra, hubo manos que se abrieron para dejar pasar la droga, manipular controles, adjudicar contratos… bajo el acuerdo de la ley Omertá, es decir, del silencio.
La paradoja es brutal: mientras gobiernos de turno hablaban de la “guerra contra las drogas”, en los escritorios de bancos, notarías y despachos ministeriales se lavaba dinero y se aseguraban negocios. Los capos visibles, como Don Berna, terminaron en cárceles; pero los aliados de cuello blanco siguen, con bajo perfil, manejando fortunas y decidiendo elecciones.
En 2008, Don Berna fue extraditado a Estados Unidos. Un año después, la Corte Federal del Distrito Sur de Nueva York lo condenó a 31 años y 3 meses de prisión y al pago de 4 millones de dólares. En Colombia, sigue vinculado a procesos de Justicia y Paz, pero las víctimas han denunciado que su aporte a la verdad es parcial y que aún oculta la red de políticos y empresarios que lo respaldaron.
La vida de Don Berna demuestra que el camino del atajo solo conduce al vacío. Ganó dinero, sí, pero lo perdió todo: libertad, familia, sentido. Ahora, muere en vida, condenado a ver pasar los años entre barrotes mientras las víctimas siguen conteniendo su dolor. Más allá del personaje, la lección es para la sociedad: cuando un país abandona a sus jóvenes a la pobreza, la desigualdad y la falta de futuro, los deja a merced del crimen. Y cuando políticos y empresarios convierten el narcotráfico en un socio oculto, la tragedia deja de ser individual para volverse colectiva.
Don Berna, como tantos otros cabecillas, eligió el dinero fácil por la ausencia de escrúpulos. Al final, no hay mansión ni cuenta bancaria que reemplace la paz de la conciencia ni la cercanía con los suyos. Terminan solos, enfermos y olvidados. Personajes oscuros como estos suman puntos en contra de Colombia porque alimentan la posibilidad de descertificación que aplica Estados Unidos —un mecanismo de presión política y económica— contra los países que considera de baja cooperación en la lucha antidrogas.
Esa dinámica no es neutra: las cifras de cultivos de coca son récord, y los roces entre los presidentes de Colombia, Gustavo Petro y de Estados Unidos, Donald Trump, elevan la tensión diplomática y estrechan el círculo de las consecuencias. ¿Cuántos narcos más deberán pagar con orfandad, rechazo, aislamiento y melancolía por preferir los atajos de la ilegalidad sin entender que, ‘por unos pagan todos’, y que la seguridad y la prosperidad solo se construyen con un Estado vigoroso, desde la ética pública, con oportunidades equitativas y justicia para todos? Opiniones a jorsanvar@yahoo.com