Macro, ¿la Astrología Económica?

Hacia un Mundo Nuevo

Se acaba este año 2025 con la sensación de que todo sigue igual. Los mercados hacen máximos, los metales preciosos también, la inflación “oficial” se estabiliza sobre el 3%... nada explota, todo sigue más o menos un guión predecible.

La realidad, bajo mi humilde punto de vista, es bien distinta; y como cierre de año, me gustaría tomar algo de distancia para preguntarnos hacia dónde nos está realmente llevando esta corriente diaria. Para ello, he preparado una serie en tres partes que he titulado “Hacia un mundo nuevo” y, como aquellos incautos que osaron creer que había tierra más allá de los límites del Atlántico, os invito a acompañarme en este ejercicio de observación y exploración.

En esta primera parte, trataremos de hacer un pequeño análisis de la situación actual. Será breve —espero—, al tratarse de temas explorados en anteriores artículos. Nos servirá como base para la segunda parte, donde trataré de sintetizar las consecuencias lógicas pero antinaturales ocasionadas por el sistema en el que vivimos desde hace más de 80 años. Para muchos, esta parte también resultará algo familiar, pero creo que es importante tratarla para situarnos en condiciones de poder explorar la tercera y última parte. En esta, sacaremos nuestra bola de cristal para ver cómo se han ido colocando las piezas en el tablero para dar forma a los que muchos llaman reset pero no es más que la mutación lógica de un sistema agotado que trata de sobrevivir.

Nothing Stops this Train

Vivimos una paradoja. El sistema financiero global, tal y como está diseñado desde el final de la Segunda Guerra Mundial, tiene al dólar estadounidense en su epicentro. Para que el comercio fluya, el mundo necesita dólares.

Esto se debe principalmente a dos factores. Estados Unidos, como principal potencia mundial y ejemplo de estabilidad política, convenció (empujó) al mundo a usar el dólar para el comercio internacional. Esto es, consiguió que toda materia prima y mercancía se valorarse en dólares a la par que desarrollaba la mayor infraestructura para que esto se pudiese dar. Es decir, al imponer el dólar como necesidad para conseguir suministros básicos en el mercado mundial y al ofrecer el mayor mercado de capitales del mundo, Estados Unidos consiguió que el mundo se viese forzado, directa e indirectamente, a usar el dólar. Su estabilidad, seguridad y aceptación global hicieron el resto. Fueses donde fueses, el dólar era aceptado.

Y aquí radica la primera trampa estructural: para que el mundo tenga esos dólares, Estados Unidos debe exportarlos, lo que implica incurrir sistemáticamente en déficits comerciales.

Es lo que se conoce como el Dilema de Triffin: el mundo necesita muchos dólares para expandirse comercialmente; para ello, Estados Unidos tiene que importar más de lo que exporta. EE.UU. vende dólares y compra productos y servicios. A más necesidad de dólares, más déficit, más deuda y, a la larga, más desconfianza en la sostenibilidad de todo el entramado.

Sin embargo, como bien explica Brent Johnson en su teoría del Dollar Milkshake, esta dinámica se ha vuelto aún más perversa. En momentos de incertidumbre o cuando los tipos de interés en EE.UU. son atractivos (como ahora), y debido a su estabilidad y aceptación mundial, la liquidez global es succionada violentamente de vuelta hacia EE.UU.; como si una gigantesca pajita bebiera el capital del resto del mundo. Esto se ve en la demanda de bonos a corto plazo, la compra masiva y sistemática de las acciones del SP500 o la inversión extranjera en activos inmobiliarios estadounidenses.

El resultado es contraintuitivo: por un lado el mundo demanda dólares para poder comerciar, lo que empuja a los EE.UU. a incurrir en déficits crónicos y crecientes. Y por otro, vemos cómo esos mismos dólares vuelven al emisor a través de la compra de activos financieros. Esto, paradójicamente, hace que el dólar se fortalezca estructuralmente, secando la liquidez global y asfixiando al resto del mundo. El sistema se rompe por la periferia debido a la propia fortaleza del centro. Y aquí es donde está la trampa.

Parafraseando a la analista Lyn Alden: “Nothing stops this train”. Nadie detiene el tren del déficit estadounidense. Repasemos la secuencia lógica de esta trampa: el mundo necesita dólares para funcionar. Para ello, esos dólares deben ser creados en Estados Unidos y exportados hacia fuera mediante la compra de servicios o productos extranjeros. Para aumentar esa cantidad de dólares en circulación, el Estado se endeuda (recordad que en este sistema, deuda implica crear dinero nuevo) y gasta. Pero aquí ocurre el fenómeno perverso: como el mercado americano es el más profundo y seguro del planeta, esos dólares exportados vuelven a casa en forma de inversión en activos estadounidenses.

Este retorno de capital acelera el problema: Estados Unidos mantiene un déficit comercial crónico, pero el flujo de capital entrante revaloriza el dólar. Si el dólar sube demasiado, el resto del mundo quiebra por falta de liquidez. ¿La única solución? Que Estados Unidos acelere el tren: debe crear y gastar aún más dólares para evitar que el mundo se seque. Si el tren se detiene, el sistema global colapsa por falta de combustible.

La muerte del "Activo Libre de Riesgo"

Como habréis podido intuir, mantener este tren en marcha tiene consecuencias. Una emisión monetaria constante y creciente, sin un aumento equivalente en la oferta de bienes y servicios, degrada inevitablemente el valor de la moneda. La historia (y recientemente nuestros propios bolsillos) así lo confirman.

El primer síntoma evidente es la inflación. Aunque nos repitan que está "controlada", la realidad matemática es que cada nuevo dólar emitido diluye el valor de los anteriores. Pero mientras todos miramos el precio de la vivienda o de la cesta de la compra, hay un deterioro mucho más profundo cociéndose en la trastienda: la degradación del colateral a largo plazo.

El sistema global utiliza la deuda pública estadounidense (Bonos del Tesoro) como "colateral"; es decir, la garantía suprema, considerada libre de riesgo, sobre la cual se cimenta todo el endeudamiento mundial.

Imaginen una empresa australiana dedicada a la extracción de uranio. Para comprar una nueva mina en Chile, necesita un préstamo a 30 años (la vida útil de la explotación para nuestro ejemplo). Para que el coste de ese préstamo sea viable, el banco exigirá a la empresa un colateral que sirva de aval para reducir el riesgo de la operación: deuda americana a 30 años. El sistema asume que, pase lo que pase, EE.UU. pagará.

Pero, ¿qué ocurre cuando la emisión de deuda es tan masiva para financiar el déficit que la inflación estructural se vuelve endémica?

Ocurre que el inversor racional deja de querer esos bonos. Nadie en su sano juicio quiere bloquear su dinero a 30 años en un bono que paga un 4% (en el mejor de los casos), si sabe que la máquina de imprimir va a devaluar la moneda un 5% o 6% anual (en el mejor de los casos). El bono deja de ser un activo "seguro" a largo plazo y pasa a ser una trampa de valor.

Si por ende la demanda por deuda a largo plazo disminuye, el precio de los bonos actuales cae y el tipo de interés exigido para la nueva deuda sube. Lo que implica mayor coste de intereses para el Estado, acelerando la espiral que hemos explicado anteriormente y forzando la intervención del Banco Central para estabilizar el sistema.

La intervención: YCC y Represión Financiera

Si dejásemos actuar al libre mercado, los tipos de interés subirían hasta compensar el riesgo de inflación real (quizá al 7%, 8% o más). Pero el Estado, endeudado hasta las cejas, no puede permitirse pagar esos intereses sin quebrar. Y como hemos visto, Nothing Stops this Train: la rueda tiene que seguir girando y la emisión de dólares no se puede detener.

Ante este elefante en la habitación, ante la falta de compradores y para evitar la erosión en el precio de los colaterales, los Bancos Centrales se ven forzados a intervenir manipulando el mercado de bonos a través de lo que se conoce como YCC o Control de la Curva de Tipos.

El mecanismo es sencillo: dado que el mercado privado no compra la deuda a largo plazo, el Banco Central se compromete a imprimir dinero —y cuidado con quien os diga que técnicamente esto no es imprimir— para comprar todos los bonos que el mercado por sí solo no absorbe. Su objetivo es mantener los tipos de interés artificialmente bajos, en un rango controlable y "pagable" para el Estado. Esto, que de facto ya ocurre en Europa y Japón, pronto lo veremos en EE.UU.

Al hacer esto, se rompe el termómetro del riesgo. El bono deja de ser un instrumento de mercado con un precio real y se convierte en una herramienta política. Su precio es falso.

Y como incluso la capacidad de imprimir tiene límites (hacerlo sin control destruiría la divisa por completo), es necesario añadir a la ecuación la represión financiera.

Esta combinación de tipos bajos e inflación alta no es un accidente. Genera un impuesto silencioso (tipos reales negativos) que obliga a los usuarios de la divisa a perder poder adquisitivo año tras año. Es la única forma matemática de licuar la deuda: empobreciendo al ahorrador.

El riesgo de la desconfianza

A esta degradación matemática debemos sumar el clavo final en el ataúd del colateral: el riesgo de confiscación.

Hasta hace poco, se creía que la deuda americana era, además de solvente, neutral. Era la "Suiza" de los activos financieros. Pero tras los eventos geopolíticos recientes, donde reservas soberanas de grandes potencias han sido congeladas o confiscadas por rivalidades políticas, el mensaje para el resto del mundo es claro: tu colateral sólo es seguro si te alineas políticamente conmigo.

Un activo que pierde valor real por la inflación estructural, cuyo precio necesitará ser manipulado artificialmente por el YCC y que además puede ser confiscado por decisión política, ya no es un "activo libre de riesgo". Es un pasivo político en devaluación. ¿Puede el mundo seguir funcionado así, o surgirá alguna alternativa que permita aliviar la presión sobre el dólar?

El callejón sin aparente salida

Los bancos centrales se encuentran atrapados entre la espada y la pared. Si dejan de imprimir o permiten que los tipos suban, el peso de los intereses de la deuda ahoga el presupuesto estatal y el sistema bancario, provocando una depresión deflacionaria. Por el contrario, si imprimen para salvar el sistema mediante el control de la curva de tipos, devalúan la moneda, diluyendo el poder adquisitivo de la población y destruyendo la confianza en el colateral a largo plazo.

La historia es obstinada y nos enseña que, ante esta disyuntiva, el soberano siempre elige el camino de la impresión. De hecho lo vimos en 2008 y 2020. La inflación se convierte en la única herramienta política viable para licuar una deuda que es impagable en términos reales.

Aquí cerramos el primer acto. Tenemos un sistema diseñado para succionar capital hacia un centro (EE.UU.) que, a su vez, está obligado a devaluar su moneda para no quebrar. El tren va sin frenos y está obligado, a menor o mayor ritmo, a seguir acelerando si no quiere hundirse.

Y esto nos da pie a introducir nuestra segunda parte. Porque por toda acción existe una reacción. El privilegio (o condena) de poder crear dinero para exportarlo al resto del mundo tiene sus consecuencias físicas, más allá de la inflación y el deterioro de la base colateral.

Durante décadas, al tener acceso a dinero infinito, en Occidente olvidamos que la riqueza real se crea produciendo cosas, no imprimiendo billetes. Nos convencimos de que podíamos vivir de exportar nuestra inflación y productos financieros mientras otros fabricaban nuestros bienes más básicos.

De esa peligrosa ilusión, de cómo desmantelamos nuestra capacidad productiva a cambio de mantener el privilegio de seguir endeudándonos sin aparentes consecuencias, y de las secuelas vitales que esto genera ahora que las grietas del sistema son visibles, hablaremos en la segunda parte.