Ojo de agua

Montunos

Los habitantes de mi aldea son unos brujos que amanecen contando sus propios sueños. Duermen en hamacas tejidas, hamacas de cepa de plátano, en camas de viento, en esteras y en catres de hierro oxidado. Despiertan antes que canten los gallos y beben una taza de café cerrero, cuentan el sueño del toro negro que se salió de la corraleja, del río crecido que se llevó al pueblo, de compadres muertos que resucitaron y regresaron piqueteros y felices para seguir la parranda. Tienen una palabra secreta para conjurar el veneno de las serpientes, una aseguranza como jeringonza, para quien fue mordido en la noche, una palabra para detener las tempestades y para que el maíz no sucumba en el verano. Miran en el fondo de la taza de café, en el guarrú de las sombras, quién habrá de llegar al atardecer.  Adivinan si está a punto de llover y a quien en la casa han empezado a dolerle las cicatrices en invierno. Hablan masticando semillas de cardamomo y  balsaminas, la tierna hoja del limón y el clavito de olor.  Confían  en la pureza y transparencia de la palabra y no tienen que autenticarla en ninguna notaría. Es palabra de gallero. Palabras antiguas que se llevó el viento, como arará, aguaita, marrón, maranguango, crica y ñango. Se parecen al río donde han nacido, un río diáfano y tumultuoso que arrastra naufragios, días de luz y memorias de espanto. Por ese río se deslizan los bautismos, las fiestas, los amores, los duelos y las noches de espermas en los fandangos. El río fluye entre caños, ciénagas y maniguas, abrazando  las soledades de las ceibas y el estruendo de las lluvias de oro. El río entra en el alma de sus habitantes, se desborda en invierno, en plegarias y guapirreos de vaqueros, gritos de monte y ordeñadores que cantan al pie de la vaca para que la leche sea más dulce. Por las noches encienden una vela para celebrar el espíritu de la virgen de los navegantes y se encomiendan al patrono de las cosechas y las subiendas. Tienen la brutal y obstinada inocencia de los pájaros carpinteros picoteando el silencio más duro de los cedros y el roble hasta ahuecarlos y convertirlos en nido y en morada. Son los hombres de río, con sus espejismos, sus frustraciones, su deseo, su furia y su delirio inundado de flores carnívoras entre cerros sagrados. Beben un ron con raíces y cortezas que ellos mismos han inventado y enterrado en el fondo del patio, y cuando lo beben sienten la frescura de los ríos subterráneos y la alegría de los peces voladores. En la ciudad los llaman montunos o corronchos porque visten de abarcas de tres puntadas y sombreros de veintiún vueltas. Entre tanto oro el alma también se inunda de barro y ceniza. Siempre tienen una palabra antigua para espantar los miedos, desviar el viento que amenaza con tumbar ventanas, y otra palabra más antigua con una sonrisa para despertar a los muertos.