Meditación del 2025
El año 2025 se inclina ante mí como una vela gastada que ha aprendido a arder sin prisa. No se apaga todavía, pero ya sabe cómo será apagarse. A mis sesenta y tres años reconozco ese gesto. También yo sigo aquí, en pie, con la conciencia afinada de quien ya no confunde duración con profundidad. El tiempo no me apura. Me observa. Y yo, que he escrito tanto sobre él sin nombrarlo del todo, ahora lo miro como se mira a un viejo adversario con el que uno ha terminado por compartir una mesa, en algún rincón del mundo.
He vivido este año como se vive una frase larga: con pausas mal colocadas, con adjetivos innecesarios, con algún verbo que no llegó a conjugarse. Al comienzo creí que aún podía corregirlo todo, como si la vida fuese un borrador paciente. Al final acepto que incluso los errores tienen un ritmo propio. No se trata de borrarlos, sino de leerlos bien. Un año, como un texto, no pide perfección: pide verdad. Y la verdad casi nunca llega limpia; llega con tachaduras, con zonas borrosas, con silencios que dicen más que las afirmaciones rotundas.
No soy un escritor célebre. Nunca lo he sido. Mis libros han pasado de mano en mano como cartas sin remitente. Me leen pocos, y los grandes lectores apenas me rozan, como si yo fuera una nota al pie que no se atrevieron a seguir. Durante años eso no me importó. Hoy, al cerrar 2025, ese detalle se ha vuelto una forma discreta de libertad. El anonimato también es un refugio. Nadie me exige coherencia pública ni me reclama una voz fija. Puedo permitirme el temblor, el lujo de escribir sin estrategia, sin cálculo, sin obedecer a la expectativa ajena.
Desde CasaMar, mi refugio, he aprendido a mirar de nuevo. Ese balcón de la imaginación donde me siento frente al mar, a beber un vino lento, a dejar que la noche se llene de lunas de lluvia y de silencio. La mar no me pregunta quién soy ni qué he logrado. No me evalúa. Me concede, sin condiciones, la lección más antigua: estar ahí, respirar, insistir sin ansiedad. A veces pienso que escribir debería parecerse más a ese oleaje que a la prisa de las ciudades: una constancia sin espectáculo, una fidelidad sin ruido.
Este año he aprendido que la ambición envejece peor que el cuerpo. El cuerpo, al menos, avisa: se fatiga, se encorva, reclama descanso. La ambición, en cambio, se disfraza de propósito, de constancia, de disciplina. Yo la confundí muchas veces con fidelidad a la escritura. Hoy sé que escribir no es insistir, sino escuchar. Y escuchar exige silencio: incluso el silencio de no ser nombrado, incluso la renuncia a la recompensa inmediata del reconocimiento.
Pero he aprendido algo más, y es lo que me importa decir ahora: la escritura no es solo un gesto íntimo; es un acto civil. Cada frase que uno pone en el mundo altera el espacio común. Las palabras no circulan solas: construyen climas, habilitan conductas, legitiman violencias o las desarman. En tiempos de consigna, de mentira repetida, de ruido rentable, escribir es asumir una responsabilidad pública: no colaborar con la confusión, no embellecer la falsedad, no llamar pensamiento a la ocurrencia.
Escribir exige una ética de la precisión. Nombrar lo que es. Callar lo que no se sabe. Dudar antes de afirmar. Rechazar la comodidad del bando. La lengua es una casa compartida: si la ensuciamos, respiramos peor todos. Por eso escribir implica vigilancia: del adjetivo fácil, del énfasis hueco, de la frase que busca aplauso antes que sentido. No decir más de lo que se piensa. No pensar menos de lo que se dice.
Enero de 2025 me encontró discutiendo con mi pasado, como si todavía pudiera convencerlo de algo. Marzo me sorprendió cansado de tener razón. En julio entendí que la memoria no es un archivo, sino una herida que cambia de forma con los años. Y ahora, en este final de diciembre, descubro que he pasado el año entero afinando una pregunta que no sabía formular: ¿qué queda de mí cuando no espero ser leído?
Queda mi mano sobre el papel. Queda la frase escrita, aunque nadie la pronuncie. Queda el gesto humilde de ordenar el mundo en palabras, sabiendo que el mundo no se dejará ordenar. Queda, sobre todo, la atención: a los días pequeños, a las tardes sin argumento, a las conversaciones que no conducen a nada y, precisamente por eso, conducen a lo esencial. La atención es una forma silenciosa de justicia.
A los sesenta y tres años ya no mido el tiempo en proyectos, sino en resonancias. No me pregunto qué logré en 2025, sino qué me atravesó. Qué frase ajena me acompañó en la noche. Qué recuerdo volvió sin ser invitado. Qué miedo perdió fuerza. Porque algunos miedos envejecen peor que la ambición: se vuelven superstición. Este año he enterrado unos cuantos, sin ceremonia, como se entierran las cosas que ya no hacen falta.
Si 2025 fuera un libro, no sería una novela, sino una meditación escrita al margen de otros textos. Un comentario personal, a veces torpe, a veces lúcido, sobre lo que significa seguir aquí: no joven, pero tampoco acabado; no visible, pero tampoco inexistente. He aprendido que la escritura no me debe nada. Soy yo quien le debe haberme mantenido despierto cuando todo invitaba a la distracción, cuando el mundo exigía velocidad, opinión inmediata, obediencia al grito.
Me reconozco, al final de 2025, como un hombre que escribe para cuidar el lenguaje. Para que no lo secuestren. Para que no lo conviertan en arma. Para sostener una zona mínima de claridad en medio de la confusión. Escribo no para ser visto, sino para no desaparecer del todo; para ejercer la libertad del pensamiento como un deber, no como un privilegio.
Tal vez nadie recuerde mi nombre dentro de años. Pero mientras escriba con honestidad, mientras no traicione el temblor que me queda, habré sido fiel a lo único que importa: no mentirme, no endurecerme, no abdicar de la atención.
Ahora quiero terminar el año.
No con una conclusión.
Con una vigilia.
Dejo una palabra.
No para iluminar.
Para ver: escribir es vivir en libertad.