Prospectiva independiente

Sobre la mediocridad y el dilema societario

En una comunicación personal, el escritor y filósofo argentino Elías Galati vuelve sobre una de las ideas más antiguas y persistentes de la biología: la necesidad de adaptarse. Retoma la célebre afirmación atribuida a Darwin —“no sobrevive la especie más fuerte, sino la que mejor se adapta”— y la proyecta hacia la existencia humana, hacia ese territorio incierto en el que biología, psicología y filosofía se entrecruzan. Galati recuerda que el “organismo que no se adapta, perece” no es sólo una frase técnica, sino una advertencia que resuena en la vida cotidiana, en las tensiones entre individuo y sociedad, en las contradicciones de nuestro tiempo.

El concepto de adaptación, señala, implica acomodarse, ajustarse, responder a los estímulos del ambiente, incluso cuando ese ambiente parece empujarnos hacia zonas incómodas o degradadas. El universo cambia, la humanidad muta, y cada persona —arrastrada por esa corriente— intenta sobrevivir como puede dentro del destino común que le depara su sociedad. En teoría, los cambios deberían mejorar al individuo y a la comunidad; sin embargo, la historia contemporánea parece desmentir ese optimismo evolutivo.

Siguiendo a Pino Aprile, Galati observa que el ser humano transita con alarmante frecuencia por la pendiente de la irracionalidad y la estupidez. Aun así, el universo continúa funcionando y la especie prosigue, aunque envuelta en contradicciones dolorosas: violencia, guerras, discriminaciones, decadencias morales y creativas. Es como si la humanidad hubiera entrado en un “respiro” de mediocridad, una pausa prolongada en la que la inteligencia creadora —aquella que impulsó el progreso de las primeras eras— se hubiera replegado, dejando un vacío difícil de llenar.

Muchos, dice Galati, se sienten extraños dentro de la cultura contemporánea. Algo en nosotros rechaza adaptarse a esta atmósfera de banalidad creciente, como si dicha adaptación no fuese progreso, sino retroceso. Andrea Camilleri lo expresó con crudeza: “El mundo se ha convertido en un lugar horrible; ya no pienso.” Y sin embargo seguimos aquí, formando parte de esta misma sociedad que criticamos, incapaces de abandonarla, obligados a vivir y a actuar dentro de sus límites.

Surge entonces el dilema socrático: si no estamos de acuerdo con los principios de nuestra sociedad, debemos intentar cambiarlos; si no podemos, debemos abandonarla; y si no tenemos la fuerza ni para lo uno ni para lo otro, sólo queda aceptar la voluntad de la mayoría. Pero aceptar lo que es mediocre, sólo porque la mayoría lo consiente, plantea una pregunta inquietante:
¿Debemos realmente adaptarnos a la mediocridad para sobrevivir?
¿O hay momentos en que, como sugiere Galati, sería preferible perecer antes que reducirnos a lo que nos envilece?

Este texto que presento, es parte de esa interpelación, de esa tensión entre adaptación y resistencia, entre pertenencia y rechazo. Es, en esencia, una reflexión sobre el lugar del individuo en un mundo que parece exigirle demasiado y ofrecerle muy poco; un intento de pensar si existen caminos intermedios entre la sumisión y la fuga, entre la mediocridad aceptada y la soledad del que se niega a adaptarse.

Desde las ideas de Galati, este escrito busca explorar no sólo el dilema, sino también la posibilidad de encontrar una forma de vivir sin renunciar a la dignidad interior, aun en tiempos donde la mediocridad parece imponerse como norma.

Si la sociedad es mediocre, ¿debemos adaptarnos a su mediocridad? Que el que respira un aire turbio termina, tarde o temprano, acostumbrándose al sabor del polvo. Pero ¿es realmente posible adaptarse a la mediocridad sin que algo esencial se marchite? ¿Puede el espíritu, que nació para alzarse, aprender a reptar sin traicionarse?

Vivimos en un mundo donde lo común se celebra y lo elevado se sospecha. Donde la tibieza se vuelve virtud y la grandeza, incomodidad. Y surge entonces la pregunta que muerde como un animal silencioso:
¿Debemos adaptarnos a un mundo mediocre para sobrevivir?
¿O la supervivencia, en esas condiciones, es apenas un modo elegante de morir?

Sócrates se asoma desde algún rincón de la historia y nos mira con una serenidad implacable. Si no compartes los principios de tu sociedad —dice— debes intentar cambiarlos. Si no puedes, debes abandonarla. Y si tampoco tienes la fuerza ni para transformarla ni para huir, acepta su voluntad… porque lo contrario es desgarrarte.

Pero ¿cómo aceptar la voluntad de una mayoría anestesiada? ¿Cómo pactar con lo que envilece la inteligencia, la sensibilidad, el espíritu creador? El organismo que no se adapta perece, nos repiten con la misma convicción con la que se recitan viejas supersticiones. Y uno se queda pensando si no habría, acaso, una dignidad secreta en el acto mismo de perecer por no aceptar rebajarse.

Quizá sea preferible una derrota luminosa antes que una victoria gris. Quizá haya una forma de resistencia silenciosa, íntima, hecha de fidelidad a lo mejor de uno mismo. No cambiar al mundo entero, pero sí impedir que el mundo nos convierta en lo que no queremos ser.
Mantener una chispa de lucidez, aunque alrededor sólo haya penumbra.
Guardar una pequeña llama de belleza, aunque reine lo banal.
Ser —aunque cueste, aunque duela— una negación viviente de la mediocridad.

Y entonces, desde ese filo entre la adaptación y la extinción, resuena el grito de Elías Galati:
¡Qué dilema! ¡Qué espejo cruel nos arroja a la cara la época en que vivimos!

Quizá la respuesta no sea adaptarse ni perecer, sino crear un tercer camino:
permanecer.
Permanecer siendo uno mismo.
Permanecer fiel a la dignidad del pensamiento.
Permanecer como quien defiende un pequeño fuego en medio de la ventisca.

Porque hay batallas que se pierden en lo externo, pero se ganan por dentro. Y nada es más peligroso para la mediocridad que un alma que se niega a participar de ella.

La fábula del mirlo que no quiso cantar bajito

En un claro del bosque vivía un mirlo de plumaje oscuro y canto prodigioso. Cada amanecer elevaba una melodía que hacía vibrar las hojas, despertaba a los animales y recordaba a todos que el mundo tenía belleza. Pero un día, los pájaros vecinos —cansados de sentirse opacados— convocaron una asamblea.

—Tu canto es demasiado alto —dijo la paloma.
—Demasiado complejo —gruñó el cuervo.
—Demasiado distinto —sentenció el gorrión—. Nos confundes. Queremos que cantes bajito, como todos. Para que nadie se sienta incómodo.

El mirlo escuchó en silencio.
Miró alrededor: veía aves satisfechas con sus trinos simples, con el ritmo uniforme que repetían generación tras generación. Y comprendió que no era el volumen de su canto lo que les molestaba, sino lo que les recordaba: que existía algo mejor de lo que estaban dispuestos a intentar.

—¿Por qué debería cantar más bajo? —preguntó.
—Porque así vivimos en armonía —respondió la asamblea.
—¿Y qué clase de armonía es esa? —insistió el mirlo—. ¿La que se consigue apagando lo que sobresale?

Los pájaros no respondieron. Sólo repitieron la resolución: Cantar alto estaba prohibido.

El mirlo pasó la noche entera en vela. Tenía tres caminos: obedecer, rebelarse o marcharse. Pero ninguno lo dejaba en paz.
Obedecer significaba traicionarse.
Rebelarse significaba poner a otros en su contra.
Marcharse… ¿a dónde?

Al amanecer, tomó una decisión extraña: no dejaría el bosque, pero tampoco bajaría el tono de su canto. Lo mantendría igual, sólo que no lo ofrecería al amanecer. Lo guardaría para quien realmente quisiera escucharlo.

Y así lo hizo.
Cantaba al alba profunda, cuando casi nadie estaba despierto. Cantaba para el viento, para los árboles viejos, para algún animal solitario que pasaba por allí y quedaba transformado sin saber por qué. No competía con nadie, no desafiaba a nadie, pero tampoco cedió a la mediocridad que querían imponerle.

Con el tiempo, algunos pájaros —curiosos por ese rumor de belleza casi clandestina— comenzaron a escucharlo a escondidas.
Y poco a poco, muy poco a poco, sus cantos también empezaron a elevarse.

Nunca lo admitieron en público.
Nunca agradecieron.
Pero el bosque empezó a sonar distinto.

Moraleja

Cuando la mediocridad gobierna, para oponerse, es necesario no renunciar a lo mejor de uno mismo.
Porque hasta el canto más silencioso puede enseñar a otros a recordar su propia altura.