La matanza del cerdo
Dicen que a cada cerdo le llega su San Martín, o sea, el 11 de noviembre, aunque el gozoso deseo que expresa esta sentencia no siempre se cumple, pues algunos escapan y mueren de viejos en la cama.
Antiguamente al cebón, en los pueblos, se lo sacrificaba siguiendo el orden que marcaba el protocolo. Primero había que atraparlo y sujetarlo, después meterle el cuchillo luchando contra la resistencia que manifestaba con sus chillidos y recoger su sangre, luego socarrarlo y, a continuación, destazarlo. Por último, se lo colgaba de una viga cual libro abierto para que se oreara mientras se proseguía en las artesas con el resto de las operaciones que culminarían en la obtención de sus múltiples productos, tales como chorizos, jamones, chicharrones o morcillas. Con estos manjares, que se curarían sobre las lumbres de los hogares, las familias abastecían sus despensas.
Pero los tiempos cambian. Ahora a los cerdos, en aras del bienestar animal, se los debe despachar más humanitariamente mediante una inyección aplicada por el veterinario de turno. En Rumanía, sin embargo, la implantación de este método ha tropezado con la resistencia feroz de los campesinos, que se niegan en redondo a admitirlo como natural. Y así, en cuanto los colegiados, jeringuilla en ristre, asoman la nariz en el término municipal correspondiente a la matanza los corren a gorrazos. Esto nos contaba nuestro excelente guía acompañante Tino Florian con sus grandes dotes de narrador oral escénico mientras nos desplazábamos por las carreteras de los Cárpatos, en Transilvania, imantados por la atracción fatal del castillo de Drácula. Este príncipe de Valaquia sí ponía inyecciones, en cambio, tantas como estacas tenía a su disposición. Una vez, al parecer, ordenó empalar a doscientos pelotas tras acusarles de mentirosos por adularle en exceso. Drácula no se andaba con chiquitas y usaba a discreción este sistema de ejecución que a la larga -y a lo largo- le haría famoso. El poeta Mihai Eminescu le invocaría con estas palabras: “¿Dónde estás, Vlad el Empalador, para repartir tu ley entre los políticos?”
Así que Vlad, muy pendiente de su afición incluso desde el más allá, obedeciendo a esta súplica, mandó una estaca enorme, fuera de lo normal, con la que empaló simbólicamente, a finales de 1989, al comunismo entero de Rumanía en sus estertores. Una gigantesca escultura de piedra afilada que atraviesa una especie de anillo más oscuro conmemora la gesta en la plaza de la revolución, ¡qué ironía!, contra la revolución del represivo régimen de Ceaucescu. Eso sí, a este acreditado déspota, curtido cebón incansable cultivador de su personalidad, y a su odiada esposa Elena, se les recetó sin oposición, en última instancia, la aguja de los veterinarios, una manera de precisar que les practicaron, no obstante su crueldad, una rápida eutanasia.
Ya Orwell había predicho en su alegórica novela Rebelión en la granja, publicada en 1945, que todos los animales eran iguales, pero que algunos lo serían más que otros.