El Maserati de las sillas de ruedas
Hace unos meses, en visita a mi médica de familia —tras una caída en plena calle, mientras paseaba con mis amigos Elías, un jovenazo de 97 años, y Honorio, un chavalote de 87 primaveras— me recomendaron una silla de ruedas eléctrica. Que conste: ninguno me empujó. Fue mi cerebro, que decidió tomarse un descanso y olvidó dar la orden de “pie derecho, pie izquierdo”. Resultado: al suelo. En realidad, fue Mr. Parkinson quien me puso la zancadilla.
La médica, con buen criterio, refrendada luego por la especialista en neurología, me sugirió la silla eléctrica para paliar la pérdida de autonomía y evitar males mayores. La única pega: debe prescribirla un especialista en rehabilitación. Con la receta en mano, toca ir a la ortopedia, comprarla y esperar a que la Seguridad Social, Dios mediante y tras unos cuantos meses, reintegre el importe.
Pues bien, ya le tengo echado el ojo a la silla. Es como cuando uno compra su primer coche: eliges el modelo que mejor se acopla a tu perfil. En mi caso, una plegable, ligera, preciosa. A mí me parece el “MC Apura Cielo Maserati” de las sillas de ruedas.
No es que alcance los 320 km/h, ni tenga 603 caballos de potencia, ni un motor V6 capaz de catapultarte de 0 a 100 en 2,9 segundos, como los superdeportivos de altos vuelos. Tampoco presume de un torque máximo de 720 Nm. ¿Qué es el torque máximo? Pues la fuerza de rotación que el motor transmite al cigüeñal y, finalmente, a las ruedas. El punto en el que el motor alcanza su mayor capacidad de empuje. Vamos, lo que te pega al asiento cuando pisas el acelerador.
Yo, en cambio, sueño con mi silla Maserati para salir a la calle o coger el tranvía con cierta seguridad. No hasta el horizonte ni hasta el cielo, como los deportivos de catálogo, sino hasta la esquina, que ya es bastante.
Pero hoy, al llegar a la consulta de neurorrehabilitación del hospital universitario Miguel Servet de Zaragoza, me dicen que los médicos están de huelga. Y claro, todos tienen sus derechos laborales y herramientas legales para exigirlos. Pregunto: “¿Hasta cuándo?”. “Hasta el viernes”. Bueno, no es mucho. “¿Y cuándo me podrán atender?”. “Tiene que pedir cita otra vez en la ventanilla”. Y me dan cita… ¡para marzo del año que viene!
Dos horas más tarde, tras presentar la correspondiente reclamación en Atención al Paciente —que uno también tiene sus derechos, oiga— me resigno. Habrá que esperar a ver qué prestaciones trae el nuevo Maserati de las sillas de ruedas. ¿O será silla voladora?