El martirio de un país sin absolución
La muerte de Miguel Uribe no puede entenderse como un hecho aislado ni reducido a la fatalidad individual. Su vida y su asesinato condensan el drama inacabado de Colombia: el precio de hablar, de disentir, de incomodar a quienes se amparan en el poder oscuro. Miguel no fue solo un joven político; fue la encarnación de una generación que se niega a rendirse ante la violencia disfrazada de ideología o conveniencia. Su final lo eleva, dolorosamente, al rango de mártir: alguien que pagó con la vida por ejercer el derecho a la palabra.
El martirio colombiano no es nuevo. Hace un siglo, Guillermo Cano, director de El Espectador, levantaba su voz contra el naciente narcoterrorismo. El desenlace fue el mismo: la bala como censura, el silencio como castigo. Hoy, al cumplirse cien años de su nacimiento, su ausencia pesa como si el tiempo no hubiera pasado. Entre Cano y Uribe se tiende un hilo invisible: no los persiguieron por lo que eran, sino por lo que representaban. Ambos evidencian la tragedia de un país que castiga a sus profetas y venera a sus verdugos.
La metáfora inevitable la ofrece la literatura del siglo XIX. En Crimen y Castigo, Raskólnikov asesina convencido de que su crimen es “útil”, una transgresión justificada por un supuesto bien mayor. Pero la culpa lo devora, recordándonos que ninguna sociedad puede fundarse sobre la legitimación de la sangre. Colombia, sin embargo, parece haberse convertido en un Raskólnikov colectivo: normaliza la muerte de sus mejores voces y se hunde, una y otra vez, en la desesperanza que ella misma fabrica. Miguel Uribe, como Cano, son las Alionas sacrificadas en este rito macabro de la violencia política.
En un país que celebra doscientos años de república sin haber alcanzado la ciudadanía plena, los mártires terminan convertidos en verdaderos símbolos de nación. Cano fue el periodista que nos recordó que la verdad no admite componendas con el crimen; Uribe es la advertencia de que la política, sin valentía, carece de sentido. Ambos comparten la misma lección: la libertad implica sacrificio y la memoria no puede seguir archivada en los estantes del Estado.
Frente a la tumba de Uribe y al recuerdo centenario de Cano, Colombia debería mirarse en el espejo de Dostoievski y preguntarse: ¿cuánto más debemos soportar para comprender que la redención no llegará mientras sigamos justificando la muerte como un mecanismo de orden? La historia no absuelve al asesino, pero sí convierte a los mártires en faros que iluminan la oscuridad.
Miguel Uribe, Guillermo Cano: dos nombres separados por generaciones, unidos por el mismo destino. Dos hombres que, al caer, mostraron que Colombia no mata individuos: mata futuros. Y, sin embargo, en su ausencia, nos obligan a creer que todavía es posible un país distinto.