Marcelo Gulló, Lepanto y cuando España salvó a Europa
“Encomiéndate a Dios de todo corazón, que muchas veces suele llover sus misericordias en el tiempo que están más secas las esperanzas.” — Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha
Siempre ha sido grande la extensa e indómita España, antaño Imperio de imperios, cuyos naturales regaron con su sangre generosa los confines del mundo, no solo en tierra firme, sino también en los mares de cada uno de los continentes. El español, mezcla de fuego y fe, dejó rastro de su vida y obra en cada rincón de nuestro planeta, pero también dio muestra de la importancia que era para él conservar su honor. Es difícil no reconocer en este instante algún paraje en donde no reposen los restos de algún valiente español que, aun temiendo al desconcierto y al mismísimo demonio, no se hubiese internado en bravísimos mares, selvas extrañas o desiertos inclementes en donde la vida y la muerte comparten el mismo espacio.
España ha escrito sus memorias con hazañas y gestas que resuenan por los siglos. Donde el español llegaba, ofrecía; donde tomaba asiento, convivía. Hacía las obras por fe, de manera que no era la codicia la que le impulsaba a construir o poblar. Así es el carácter del español, un privilegio inexplicable, y tanto fue así que hizo de su llegada a América una obligación espiritual antes que material.
Muchas de sus obras parece que se arrinconaron y postergaron en el olvido. Las actuales generaciones, distrayéndose de la importancia de la historia ha enterrado la verdad en un ataúd de falsedades, aceptando como dogma las infamias de la llamada “leyenda negra”, tornando la luz en sombra y disfrazando a la nobleza de crimen. Pero, como causa de un capricho que bien podía brotar de la mismísima Providencia —sobre la que diría que tiene madre española— surgió Marcelo Gulló Omodeo a enmendar el entuerto.
Marcelo, argentino de nacimiento, español de alma, historiador de vocación y ahora un cruzado de la verdad, sin más armas que su valor, esfuerzo e intelecto, se enfrentó a la maquinaria del dogmatismo político y a la obstinación académica. Lo hizo solo, sin ayuda ni procuración, lo hizo como harían los grandes y además lo hizo bien.
Gulló ha asumido una obligación moral, la de restituir la buena memoria de los españoles y narrar la grandísima empresa que construyeron. Así pues, su obra no es erudición, es en todo caso redención. La memoria colectiva no permitía que nadie pusiese en duda la historia que repetían continuamente las masas enardecidas, pero Marcelo, con pruebas en mano, documentos y argumentos ha desmontado aquellas falacias repetidas durante siglos. Ha osado contradecir a catedráticos que se tenían por infalibles, ha desafiado a políticos y autoridades —todos ellos interesados en seguir con la mentira—, pero también ha puesto en su sitio a quienes, como el siniestro Fray Bartolomé de las Casas, sirvieron más a los enemigos de España que a la verdad histórica.
Marcelo Gulló no es un revisionista, es por el contrario un restaurador. Su cruzada intelectual ha devuelto a nuestra España el honor que nos fue secuestrado. Y ahora, en un gesto de valentía nos presenta su última obra: Lepanto. Cuando España salvó a Europa.
Lepanto, este nuevo trabajo del profesor Marcelo Gulló, no solamente narra la épica batalla naval en la que la Liga Santa, una alianza de estados cristianos entre los que se incluía a España, Venecia y el papado, detuvo y derrotó al poderoso Imperio otomano en el Mediterráneo, también reivindica el papel de España como frente de contención a la islamización de Europa, ¡y en esas seguimos!
Y Alguno se preguntará en este instante qué tiene que ver Lepanto con América. En realidad todo. Porque la historia es un estrecho camino de causas y consecuencias. Lepanto permitió que el mundo hispánico floreciera y así se mostró en Europa, América, África e incluso Asia. Hablamos, por supuesto, de la misma España que cruzó el océano Atlántico para fundar ciudades, universidades y hospitales, la misma que se batió en tierra y mar para preservar la cristiandad.
Marcelo Gulló es hombre de pluma firme y buen espíritu, a más de un buen amigo y compañero académico en el Instituto de Estudios Históricos Bances y Valdés. Con él y por sus obras podemos comprender bien quiénes somos, aunque, tal vez antes deberíamos empezar por saber quiénes fuimos.