Madrid
Esta feria de Otoño de Madrid, entregada en dos plazos, como la de Salamanca; ofrecía grandes alicientes, entre los que sobresalían, el último sábado con Victorinos y su consiguiente domingo, donde el espíritu de Antoñete, recreado por Morante lo embargaba todo.
Ver la estatua de Martín Langares es perder treinta años de vida, al encontrarte con la imagen de Antoñete de marcadas entradas en las sienes, cuerpo ligeramente inclinado hacia adelante, mirada profunda, cara de circunstancias, y el capote de paseo en el antebrazo izquierdo. Y eso si, el cigarro que no falte.
La estatua de Antoñete hizo girar a su alrededor, a miles de personas que, con la excusa de la foto, recrearon en sus vidas, el mechón, la coleta, las distancias, la pureza, la ética, la entrega, la bohemia… Chenel en esencia y verdad.
La tarde del sábado estaba entoldada, y aquel bronce, recién descubierto; tenía el mismo atractivo que cuando era de carne y hueso. En los chiqueros esperaban seis Victorinos primorosamente presentados, que ofrecieron todas las versiones, desde dramática cogida de David Galván, a las estremecedoras embestidas del completísimo Esquinero; en la arrebatadora muleta de Román. Pasando por los exquisitos naturales de Ginés Marín.
La mañana del domingo hacía sentir en los aledaños de las Ventas, el Rumrum de los días grandes, todo el toreo rodeaba la plaza; buscábamos algo que la tauromaquia no da a diario, y mucho menos ahora. Y lo encontramos en la pureza antoñetista de Curro Vázquez, los detalles de Frascuelo, la entrega desgarrada de Rincón, la belleza -ahora ajustada- de Ponce, la frescura de Olga Casado; y en Morante. Ese Morante lleno de torería, que sabiendo lo que iba a pasar, pechó con un novillo brutote e infinitamente por debajo de los excelentes Garcigrandes. Pero emular al maestro con el toro blanco de Osborne era adentrarse en la entrañas del toreo, y no lo dudó; pasase lo que pasase. José Antonio hizo el resto, cortando una oreja y disfrutando de la salida a hombros de tres de sus compañeros de cartel: Curro Vázquez, Cesar Rincón y Olga Casado.
La tarde, llena de alicientes, se encontró al de la Puebla revestido de Chenel y Oro, así llaman ahora el Lila y oro, da igual; confirmó la alternativa de Sergio Rodríguez, acompañó la brillante despedida de su ahijado Fernando Robleño, y se entretuvo en cortar dos orejas a un Garcigrande.
Para rematar, sin que nadie lo supiera, se cortó la coleta. Genialidad por toneladas, del torero de la historia de la tauromaquia, donde las cosas no se explican, ni entienden; se disfrutan y se viven; sin darle más coba. Los avatares de la historia los afrontaremos como Dios nos dé a entender, seguro que mejor de lo que pensamos. Pero el aluvión de vida, recibido estos dos días pasados, no nos lo quita nadie. Porque Madrid, es Madrid.