¡Madres del mundo, uníos!
Por diferentes causas, desde los albores de la Historia de la Humanidad, los seres humanos somos beligerantes y por consiguiente, en mayor o menor medida y de una forma o de otra, hemos estado inmersos en alguna lucha o sufrido las consecuencias de esta. Quién puede afirmar rotundamente que en su árbol genealógico no haya habido miembros involucrados en episodios bélicos o que tengan la herida de sus efectos. Creo que nadie. Nuestros ancestros han usado o han sufrido intimidación, violencia y guerra. En general, toda época histórica ha tenido sus capítulos violentos que duraron hasta que se produjo la dominación y casi total eliminación de los oponentes. Tras lo cual, se inicia un período de paz –exultante para los vencedores y de forzada resignación para los perdedores–. Una amiga poeta dice en un poema suyo contra las guerras: nosotras no estuvimos allí, rubrica de esta forma que la guerra es cosa de hombres. Bueno, hay que significar que desde hace unas decenas de años en muchos países del mundo la mujer se ha integrado en los ejércitos y en las fuerzas de seguridad, además ha habido culturas en épocas pasadas donde tanto la caza como la guerra no fueron exclusivas de los hombres (encontramos algunos ejemplos de mujeres guerreras y cazadoras –vikingas, tumbas de mujeres con arco y flechas en Hungría, reinas guerreras africanas, mujeres samuráis en Japón, princesas y reinas en China y Britania–). No obstante, hay que reconocer que a lo largo de la Historia de la Humanidad los hombres son los que han participado y han muerto mayoritariamente en los conflictos bélicos. Esto es debido a que desde tiempos remotos la caza y la guerra han sido acciones masculinas por razones biológicas, sociales y culturales. Entre las primeras destaca una mayor masa muscular, resistencia y exigencia física; en las segundas tenemos la división de tareas para poder sobrevivir, los hombres protegían, cazaban y las mujeres recolectaban, criaban, educaban a los hijos y mantenían el hogar; por último, el poder y la dominación lo detentaron los hombres –por ser cazadores y guerreros-, convirtiéndose en una norma tradicional que llega hasta nuestros días en muchos lugares.
Con todo, lo más importante del tema no es quién vaya al combate sino que sigue habiendo guerras, “Tristes guerras” –como escribió Miguel Hernández–, y por lo tanto sufrimiento, consecuencias físicas y psicológicas, cantidades de seres humanos que mueren o quedan mutilados. De entre todas las personas que sienten un gran dolor por las pérdidas están ambos padres, pero sobre todo el dolor superlativo lo sufren las madres, cuya vida muere casi totalmente cuando un hijo o una hija fallece y más en una batalla. Porque las madres han sentido y amado a sus vástagos en el vientre, los aman de manera incondicional, reflexionan, escuchan, comprenden, perseveran en la búsqueda de soluciones para forjar un espacio seguro y de convivencia en el núcleo familiar, especialmente para la prole. Practican lo que dijo Gandhi: No hay camino para la paz, la paz es el camino. Por ello, me pregunto qué sentirán cuando escuchan, ven o leen noticias relativas a la cifra de fallecidos acaecidas en los innumerables conflictos bélicos localizados a lo largo de este mundo, como mínimo se preguntarán por la causa de estos, sentirán un estremecimiento profundo en su alma y corazón. Empatizarán con esas otras madres que han perdido a sus amadísimos hijos y aunque no estén en la zona devastada, se quedarán sin aire por el insoportable dolor, sentirán cómo se les pulveriza el cuerpo nada más pensar que pudiera sobrevenirles ese desastre a uno de sus retoños. Por ello apelo a ellas como dadoras de vida y defensoras máximas de sus hijos, para que sean garantes de la paz universal, de tal modo que se institucionalizase un Consejo de Madres democrático y vinculante en todos los países para oponerse a la guerra que originan unos hombres o estructuras organizativas con ambición desnortada a fin de neutralizar esas lides que siegan vidas, las vidas de sus hijas e hijos.