Fronteras desdibujadas

Límites sagrados y vidas vulnerables: la frontera que también somos

En los últimos meses, Estados Unidos ha intensificado las deportaciones bajo el argumento de proteger la seguridad nacional y asegurar el orden migratorio. La narrativa es conocida: se busca expulsar a quienes han cometido delitos graves o representan una amenaza. Esa es la versión oficial. Sin embargo, la realidad que se despliega en aeropuertos, tribunales migratorios y barrios obreros revela un cuadro mucho más complejo y doloroso.

Un país tiene derecho a cuidar sus fronteras. Ese principio no puede ponerse en duda, pues es parte de su soberanía. Al igual que en un hogar, no se puede permitir que cualquiera entre, desordene, dañe o abuse. Pero otra cosa muy distinta es levantar muros arbitrarios, cambiar las reglas en mitad del juego y reducir la dignidad humana a una estadística que sirva para mejorar encuestas.

Hoy no solo se están deportando criminales. También se está expulsando a trabajadores que han estado contribuyendo durante años, a madres y padres con hijos nacidos en territorio estadounidense, a jóvenes que crecieron jurando fidelidad a una bandera que ahora les da la espalda. Personas que habían recibido permisos, ayudas o medidas de protección que fueron retiradas de forma abrupta, sin proceso digno ni transición posible. Familias completas están siendo separadas para cumplir con cuotas, no con justicia.

Esto no es una defensa de la ilegalidad. Es una defensa de la humanidad. La verdadera fortaleza de un país no se mide por cuántos puede excluir, sino por la manera en que administra la ley sin traicionar sus valores. Proteger la frontera no debe significar devastar la vida de quienes ya forman parte del tejido económico, social y afectivo de la nación.

Estados Unidos es una nación construida por inmigrantes, pero también por normas. El desafío de nuestro tiempo consiste precisamente en lograr que ambas verdades coexistan sin destruirse mutuamente. La cuestión no es solo quién entra, sino cómo tratamos a quienes ya están aquí.

Porque ninguna nación se engrandece cuando sus límites sagrados se defienden a costa de romper los lazos más sagrados de todos: los de la familia y la dignidad humana.