Libros para cerrar heridas
Ayer se fue. Me dejó. Y se llevó todos sus adjetivos. Ni uno olvidó en el que hasta en ese momento era nuestro pequeño apartamento. ¿Imaginan la escena? «- Yo quería…» -dice un Francisco Rabal convertido en Riccardo. «- … Hacerme feliz, ya; pero para seguir yo tendría que serlo» -responde Vittoria con voz de Monica Vitti en El Eclipse (Michelangelo Antonioni, 1962). Así… Más o menos, así se despidió. Y ahora intento asimilar el trance escuchando en bucle «She’s gone» (Daryl Hall y John Oates, 1973); sin embargo, en esta primera noche sin ella, no hay arreglo. «(Cielo sin luna. / Tierra sin viento). / Y recuerdo tu mano en mi mano / y tu palabra en mi palabra». (¿Los versos están bien escritos, Federico?). Sí, será complicado cerrar la herida de su ausencia.
Para los adioses por desamor, leo que es buen amparo refugiarse en los libros, que ahí está el renacimiento. La palabra como auxilio. «A mis doce años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: ¡cuidado! El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: ¿Ya vio lo que es el poder de la palabra? Ese día lo supe», evocaba Gabriel García Márquez en su discurso para el Primer Congreso Internacional de la Lengua Española (Zacatecas, 1997). ¿Y la lectura, camino de rescate? «La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño», recordaba Mario Vargas Llosa al recibir el Premio Nobel de Literatura (Estocolmo, 2010). Y, entonces, nos encontramos ante la Biblia, el Corán, el Tanaj, como modélicas obras para atesorar fe, y nos vemos frente a la Enciclopedia, como sobresaliente texto para cultivar razón. Mundos salvíficos en cada línea, según también nos ilumina en 1953 Ray Bradbury en su Fahrenheit 451, con el protagonista Guy Montag hallando un pacífico fuego interior junto a unas gentes que memorizan títulos con el objetivo de que el saber no se apague. ¿Y añadir aquí a Irene Vallejo y El infinito en un junco, quien desde 2019 nos invita a ser testigos de la benefactora compañía que ofrecen los libros durante siglos? «Todo está en los libros», cantaba Carmen Machado (con música de Luis Eduardo Aute y letra de Jesús Munárriz, 1982). En todos, sí. También en los desaconsejados. «A veces, es interesante ver lo mala que puede llegar a ser la mala literatura», me dice Joe Gillis en El crepúsculo de los dioses (Billy Wilder, 1950).
¿Pero no hay excepciones en el positivo relieve dado a los libros? ¿Don Quijote no enloquece por su devoción a las lecturas de caballerías? ¿Madame Bovary no se deconstruye a partir de su voracidad hacia las novelas románticas? Y, además, muchas páginas literarias apenas son un campo granado para superar intranquilidades. Por ejemplo, Ovidio con sus Remedios de amor me da unos primeros casos. «Lo digo a mi pesar: no leáis a los poetas eróticos; autor desnaturalizado, me revuelvo contra mis propios escritos. Huye de Calímaco, que no es enemigo del amor, y del poeta de Cos, tan nocivo como el primero. Safo, en verdad, me inspiró gran ternura hacia mi amiga, y en el viejo de Teos no aprendí la mayor rigidez de costumbres. ¿Quién leerá sin peligro los versos de Tibulo, o los del vate dominado solo por Cintia? ¿Quién puede permanecer indiferente después de la lectura de Galo? Hasta mis versos no sé qué tienen de sugestivos, y, si Apolo, que me los dicta, no me engaña, siempre es un rival la causa primera de nuestros daños». ¿Y de qué manera eludir aquí los no pocos nombres de autores y creadoras que se han quitado la vida, tal y como nos apunta Pere Rojo en «Breve atlas de los escritores suicidas hispanoamericanos», en Cuadernos hispanoamericanos (1 de julio de 2022)? Y es que la palabra leída no siempre da consuelo. Puede igualmente sentirse peligrosa, si atendemos en la ficción, como un mínimo ejemplo, a La familia de Pascual Duarte (Camilo José Cela, 1942) («Ordeno que el paquete de papeles que hay en el cajón de mi mesa de escribir, atado con bramante y rotulado en lápiz rojo diciendo: Pascual Duarte, sea dado a las llamas sin leerlo, y sin demora alguna, por disolvente y contrario a las buenas costumbres»). Y lo mismo si paramos en la realidad de los índices inquisitoriales. ¿Y es posible que la palabra lleve a matar? En la ficción, por supuesto. Ahí está la misiva que el vizconde de Valmont envía a madame de Tourvel, y que es razón para que la joven fallezca desesperada ante el abandono del amante, conforme Las relaciones peligrosas (Pierre Choderlos de Laclos, 1782). Y aun en la realidad hay testimonios. La obra de Wolfgang Goethe titulada Las penas del joven Werther, impresa en 1774, es una buena cita: se llegó a prohibir en Alemania, Dinamarca e Italia, porque hubo quienes por desgarro amoroso imitaban el final trágico del protagonista.
Y no solo las historias contenidas en los libros de afán estético pueden ser canal de autodestrucción, sino asimismo chispas que incluso hacen ver ese tan mitificado tótem cultural convertido en un arma mortífera contra otros. Y ahí, en la ficción, tenemos el Necronomicón, por H. P. Lovecraft en La ciudad sin nombre (1921), cuya lectura causa la demencia y la muerte. ¿Y La asesina ilustrada (Enrique Vila-Matas, 1977), obra que nació a partir de la idea de Miguel de Unamuno de crear una novela que provocase el fallecimiento de su lector? Y otro ejemplo paralelo lo añadimos con el códice de un texto aristotélico que envenenaba a los que pasaban las páginas con la mano y se la llevaban a la boca, un hecho presente en El nombre de la rosa (Umberto Eco, 1980). ¿Y olvidar «Libros que matan» (Alexander Prieto Osorno, 2000), un cuento que hace saber que a Enrique Zapata se le cayeron encima trescientos kilos de volúmenes vengadores? ¿Y el criminal en serie que encontramos en Lucía (Bernard Minier, 2022), que se inspira en las Metamorfosis de Ovidio? Y yendo a la realidad, se dice que Los misterios de París (Eugène Sue, 1842-1843) fue abono para la Revolución de 1848 en Francia. O Jerome D. Salinger, y El guardián entre el centeno (1951), que nos trae a Mark David Chapman, quien compró un ejemplar, escribió en él «Esta es mi declaración» y se puso a leerlo hasta la llegada de la policía, después de disparar contra John Lennon el 8 de diciembre de 1980. ¡Tanto por enumerar!
¡… Pero disculpen! Creo que estoy desviando su atención. A ver… lo más importante para mí: ¿cómo cerrar esta herida sentimental? Antonio Gala aconseja: «El fracaso es simplemente unos puntos suspensivos o un punto y aparte; pero la lectura sigue, la página sigue». Resulta luminoso ese enunciado y su paralelismo con los libros; no obstante, en estos momentos nada más que me apetecen unas letras… con música. Y el sol. Sí… que también regrese el sol.