Área 52

Libertad de conciencia

No hay ninguna diferencia entre la constitución de lo jurídico y la constitución de lo social. Es esencialmente lo mismo puesto que no existe absolutamente ningún tipo de cooperación, con vocación de permanencia o sin ella, que pueda sobrevivir sin una norma. Una norma que se compone esencialmente de tres elementos: quién constituye la cooperación a través de la norma, lo que se cede en favor de la cooperación que es la forma más básica y primigenia de la norma y la finalidad de la misma. 

Sin necesidad de definir qué es la finalidad, ésta es la estructura de lo jurídico que, inveterado por el uso en razón de la finalidad y su desarrollo, es lo que constituye el ethos del grupo materializado a través de sus mores. De sus costumbres. Ética y moral, independientemente su uso extensivo, son exactamente lo mismo: la forma de ser de un grupo. Por ello, a cualquiera dentro de un determinado grupo le parece perfectamente evidente qué es lo bueno y qué es lo malo, pero no le resulta tan sencillo definir qué es lo ético y qué es lo moral. Es la civilización, el grupo y su norma repetida la que habla y para él es lo mismo. No es sencillo racionalizar lo que uno ya es.

No obstante, hay dos elementos que son comunes a toda la Humanidad en esa constitución primigenia. En lo que John Rawls localizaba más allá del “velo de ignorancia”. Efectivamente, descontada la finalidad que incorpora lo especulativo, ni el individuo que llega a cooperar, que llega “sólo”, casi como en una suerte de materialización del hombre flotante de Avicena, ni en la cesión como primera forma de la norma, hay nada fragmentario, si no lógico. Y por lógico, de logos o del Logos, es común. Es ius cogens. 

¿Y qué es lo común en el hombre que llega a esa primera cooperación? En primer lugar, llega vivo. Llega como es, esto es, íntegro. Que no quiere decir entero o perfecto, sino como es. Llega libre y su libertad adquiere relevancia desde lo jurídico pero, a su vez, determina que aquello sea una cooperación y no una confrontación. Y, por último, llega con propiedad puesto que el hombre, sin propiedad, no es más que una bola de proteínas para el resto del estado natural. Vida, libertad, integridad y propiedad. Éste, y no otro, es el núcleo fundamental del ius naturalis y, por extensión, de la naturaleza que refiere, que es la del hombre. De los Derechos Humanos por tanto. Ellos y todas sus manifestaciones.

Pero, ¿qué se cede? En primer lugar, hay que ceder algo que resulte razonable. Es decir, que la cesión genere más utilidad al posibilitar la cooperación, que mantener la confrontación individual. Tendría sentido ceder parte de la libertad, por ejemplo, de tomar todo lo que posibilite mi supervivencia (si ésta fuera el valor) a costa de la de los demás (clásico escenario de minimax), pero no tendría sentido ceder más libertad que la que el grupo necesite para la consecución de dicho objetivo. No sería razonable y más allá del “velo de ignorancia” jamás se habría constituido ese grupo. Una vez constituido, por irracional, está destinado a su desintegración.

En segundo lugar, hay que ceder algo concreto. Siguiendo el caso anterior, no se puede ceder la libertad en sí misma considerada, sino la libertad de actuar de acuerdo con las preferencias de cada cual en, y sólo en, en una materia específica identificada como necesaria para la consecución de la finalidad-valor del grupo. 

Esto es, hay que ceder algo concreto y razonable. Si no, estamos ante un grupo irrazonable. Ilógico. Perfectamente corrupto.

Y si no puedo ceder toda mi libertad, ejemplo de corrupción máxima, ¿qué decir de ceder algo que no es concreto como es la conciencia? No podemos decir qué es, sino meramente sospecharlo. Podemos decir qué es por oposición o lo que no es. Describir su aparente mecánica. También se puede decir que es parte de uno, al menos mientras esté vivo. Por tanto está en el ámbito de la vida, de la libertad y de la integridad, pero sin constituir un elemento perfectamente delimitado y que, por tanto, no se puede ceder. Ni siquiera es razonable hacerlo.

¿Y qué decir de la vida? No sólo es la razón sine quanon de lo jurídico, es que, con menos razón, se puede decir qué es. Se puede describir la manifestación de sus formas, pero nunca su sustancia. No se puede hacer porque no tenemos elementos externos a la misma dentro del grupo que lo pretende definir. Se puede hacer una cabriola negativa: la vida es todo lo que no es la vida. Un razonamiento circular como el hámster que corre en la rueda incansablemente hasta caer muerto. Ahí no está vivo, pero tampoco puede decirlo. Es decir, decir que la vida “empieza” en tal o cual momento no sólo es ilógico, es un crimen contra la lógica propia de ser de lo social. Una fatal arrogancia en términos de Hayek. Y tan fatal.

Pero bueno, ¿qué se puede esperar de un gobierno y de una forma de gobernar que es el epítome de lo corrupto? Todo lo que no apunte a la vida, la libertad, la integridad y la propiedad, no puede ser justo. Y en esas estamos: en lo injusto permanente de una sociedad enferma destinada a desintegrarse sino se corrige y dirige a su verdadera razón de ser. Al menos en lo lógico. Ya hablaremos del valor cuando por lo menos lo básico vuelva a tener sentido.